Los otros males del coronavirus
«La vida parece reducida o estropiciada (lo está) y muchos incluso procurando movernos, hemos sentido la falta de amigos próximos o la terrible hipocondría»
El COVID-19 (es más breve y rápido COVID que coronavirus, por tanto, es el nombre que el hablante adopta) es obviamente un mal, una enfermedad por consumo de animales infectados -aquel pangolín chino del que ya apenas se habla- o surgida de un laboratorio, nunca se descartó del todo esa terrible hipótesis. Muchos médicos aseguran que esta pandemia, por grave y terrible que sea, está lejos de ser lo peor. Ha habido y hay muchos muertos, pero es mayor el número de curados que el de fallecidos, y no es poca la gente que ha pasado la enfermedad, en mayor o menor medida, asintomática. No pretendo, por tanto, quitar importancia a una enfermedad grave y que llena el mundo, pero sí me gustaría decir, que las prevenciones, los cuidados profilácticos y las vacunas -pese a efectos secundarios, en general leves- están logrando que vivamos. Porque si el COVID es un mal en sí, este año y medio que llevamos de pandemia, ha rodeado la enfermedad de otros «males».
Siempre tuve presente la relación del COVID con la política, y nunca he podido dejar de constatar que los políticos en general (pero quienes están en el poder obviamente más) han utilizado la pandemia[contexto id=»460724″]. Parece cierto que el confinamiento inicial y duro, fue inevitable. La terrible irrupción de la peste pilló a los mandatarios con el paso cambiado y si nada o casi nada sabían del mal, no tenían prontos los primeros auxilios. En ese tiempo (recordarán) hacerse con geles hidroalcohólicos o con mascarillas, era casi acudir al favor o al mercado negro. Eso está bien solucionado. Pero la mayoría de los políticos sigue anestesiando a la población con miedo y restricciones, y como dice un conocido dueño de una cafetería que frecuento en Madrid (que no ha sido el sitio peor) «somos prisioneros con derecho a patio».
Mucha vida de cultura y de ocio ha desaparecido o casi, más de un año, generando muchas pérdidas económicas y de vida, de vida libre, humana. Se trataba de meter miedo y más miedo (casi nunca esperanza) y de pretender que nos moviéramos lo menos posible, acaso y mejor, nada. Ya lo dijo el ínclito asesor Simón: «Alguien solo y en casa, no contagia». Supongo que ese día le ardió el caletre. Me parece -como ocurre en México, donde acabo de estar y su presidente no me gusta nada- que hay que procurar la mayor libertad de la gente, que entre y salga, que viaje si quiere, pero ello sí guardando las medidas profilácticas con rigor: mascarillas (allá dicen «tapabocas») obligatorias, espacios de seguridad, por tanto, aforos muy reducidos, y uso continuado de geles antibacteriales y vacunación, por supuesto. Es decir, acentuar las medidas profilácticas -multar incluso a quien no las cumplan- pero procurar libertad de movimientos y de negocio. Porque el segundo gran mal del COVID es la pobreza económica (todos hemos perdido dinero) que conlleva. Y los políticos se han aprovechado -y eso es vergonzoso- del miedo general y de la falta de crítica.
Con ser ese ya un mal terrible, el tercero no lo es menos: psiquiatras y psicólogos con consultas y peticiones de hora a tope. Problemas de convivencia, matrimonios en choque, jóvenes y menos jóvenes con reducida vida afectiva, de relación o sexual; todo ello -que no se podía ver al inicio- está siendo terrible. La vida parece reducida o estropiciada (lo está) y muchos incluso procurando movernos, hemos sentido la falta de amigos próximos o la terrible hipocondría. O sea, más allá del COVID mismo, vida reducida, anestesia gubernamental, pérdidas de dinero, falta de entretenimiento, ocio y cultura (demasiado internet) y alta carencia de relaciones humanas, amistad o sexo. Choque del exceso de convivencia familiar aparte. Y por si aún quieren más -no soy exhaustivo- el Gobierno Sánchez dispara la subida del recibo de la luz hasta lo inaudito. ¡Cuánta pena!