Sin imperio y sin sentido
«Dejar tirados a los prooccidentales de Afganistán es cobardía hoy y será terror mañana»
Reflexiones de orden moral y hasta filosófico, a raíz de lo de Afganistán, se pueden hacer muchas. Es evidente que la democracia liberal está en retroceso ante los renovados bríos del totalitarismo en todo el mundo. No es sólo que las primaveras árabes den pavor. Es que la América Latina vuelve a bullir de enérgicas dictaduras, China está en lo que está y en Rusia está Putin. De Estados Unidos se podría decir que es una potencia en declive si no lo hubiera estado casi desde el principio, sólo que no se notaba, o pasaba desapercibido más por deméritos ajenos que por méritos propios. La Segunda Guerra Mundial pudo acabar muy de otra manera y en realidad ni siquiera acabó como suele decirse. Llamar «victoria» a permitir que Stalin hiciera con media Europa lo que no se le dejó hacer a Hitler es algo tan grotesco, si en el fondo lo piensas, como cuando de la Historia de España para adentro se denomina «Reconquista» a algo que duró…¡ocho siglos! ¿Ocho siglos reconquistando? ¿En serio? Pensémoslo despacio: hace ocho siglos ni siquiera se había descubierto América. Nadie se tira ocho siglos reconquistando ni descubriendo nada. Lo que duró ocho siglos fue la accidentada cohabitación trufada de batallas campales entre moros, cristianos y judíos. Entre varias culturas, civilizaciones o imperios posibles.
Es curioso cómo ser un imperio da prestigio en unas determinadas épocas y sociedades, mientras que en otras puede resultar un serio baldón. Aunque los hay más acomplejados que otros. La famosa leyenda negra española, esa vergüenza de haber dominado el mundo, simplemente no se concibe en otras sociedades. Por supuesto no en la ya mencionada Rusia, pero también podríamos repasar a la atildada Gran Bretaña, que ciertamente no tuvo manías a la hora de imponerse en Asia por medios tan execrables como la guerra del opio. No es Churchill todo lo que reluce. Aunque ciertamente hay que reconocerle al gran Winston una visión de pasado, de presente y de futuro que ya quisiéramos para muchos de nuestros líderes de hoy. Ese lobo solitario antihitleriano, que por sí solo no podía ganar la guerra contra el nazismo, pero que con su resistencia a todo trance evitó que se perdiera, dando tiempo a los rusos a arrasar y a los americanos a desperezarse…¿lo hizo por principios o por ser agudamente consciente de que estaba en juego pues eso, todo un Imperio Británico? Una vez más, pensémoslo despacio: ¿uno se juega el todo por el todo, casi la supervivencia de su entero ejército, que bien se le pudo quedar en las playas de Dunquerque, sólo por amor a la democracia? La experiencia nos enseña que no. La experiencia nos enseña que, con De Gaulle y todo, Francia nunca volvió a ser ni a pintar lo mismo después de recular con ignominiosa cobardía razonable, permitiendo que otros dieran la batalla que ella no quería dar. La audacia aparentemente aventurada de Churchill, en cambio, le «compró» a su país tiempo prestado de grandeza, una ilusión imperial que se mantuvo bastante incólume hasta la crisis del canal de Suez.
Resumiendo, que no hay sistema político en el mundo que aguante sin un mínimo músculo detrás. Sin una mínima voluntad hegemónica, de defensa y hasta de ampliación de su espacio de influencia. Esto lo saben por instinto todos los revolucionarios y tiranos, que en la práctica suelen acabar siendo lo mismo. Lo sabía hasta el Che Guevara cuando afirmaba que el día en que el comunismo dejara de intentar dominar el mundo, empezaría a sucumbir. Todo el apabullante aparato teórico contra el imperialismo occidental obvia que cada palmo que Occidente retrocede, lo ocupa otra visión y otra correlación de fuerzas, no necesariamente mejor, ni más digna. ¿Qué pasó en Irán después del shah, en Egipto después de Mubarak, qué ha pasado en toda la África descolonizada? ¿Han florecido las libertades, o las élites locales postcoloniales han resultado todavía más feroces, sanguinarias y corruptas? Hay quien cree que la vida de millones de africanos sería bastante menos miserable si Occidente recolonizara el continente entero. Mientras nos lo pensamos, va y lo recoloniza China a su peculiar e implacable manera. La misma China que sin ningún sonrojo ya se ha lanzado a ofrecer su colaboración al nuevo régimen talibán para «reconstruir» Afganistán.
Estos días nos vamos a aburrir de leer análisis de por qué el pacifismo puede constituir una paradójica trampa mortal y de cómo las sociedades todo lo imperfectas que se quiera, pero pasablemente libres, lo llevan crudo para enfrentarse a focos de fanatismo cada vez más drásticos, globales e inapelables. Ciertamente es muy difícil ganar una yihad con una mano democrática atada a la espalda. Pero no nos quedemos en esta verdad tan terrible como superficial. No hay legión de fanáticos descerebrados en el mundo que llegue ni a la esquina sin sólidas estructuras hegemónicas detrás. Sin un músculo imperial más o menos explícito que la pertreche y la apuntale. Ya hemos visto a China tirarse a la piscina de los talibán. Y a Pakistán. Y a Irán. También por supuesto a Hamas, esa hidra insidiosa que no da la cara en forma de Estado moderno, pero que cual planta carnívora devora a todo Estado moderno que trate de prosperar a su alrededor. ¿Admitiremos algún día que ese odio tan especial que Israel suscita se debe en gran medida a que allí no se pueden permitir el lujo de engañarse sobre la realidad geoestratégica de fondo, como no se engañaba Churchill? Los israelíes son los únicos occidentales que no han olvidado -porque sus vecinos no les dejan- lo que valen un peine y un imperio.
Se ha hablado mucho de las mentiras de la Administración Bush para ir a la guerra de Irak. La mentira más grande no fue si Saddam Hussein tenía o no tenía armas de destrucción masiva. La mentira peor fue empezar una guerra que no se podía ganar porque no había con qué. Porque el famoso y denostado imperio americano hace tiempo que tiene los pies de barro. Y porque en Europa no hay ahora mismo nadie que ni remotamente tenga interés ni agallas para parar el golpe. Ningún golpe.
En resumen: si no le gusta el imperialismo de aquí, váyase acostumbrando a los otros. Dejar tirados a los prooccidentales de Afganistán es cobardía hoy y será terror mañana. Ellos sólo nos preceden en el camino al infierno empedrado de nuestras buenas intenciones. Nadie está a salvo, porque nadie nos puede salvar de nosotros mismos.