THE OBJECTIVE
Juan Claudio de Ramón

Tenochtitlán, Kabul

«De la historia importa esclarecer el proceso y su duración, no el acontecimiento o el individuo, que son los borreguillos que saltan en la superficie de un mar movido por vientos y corrientes subterráneas»

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Tenochtitlán, Kabul

Llevo días preguntándome si no es enteramente estúpido unir en una gran secuencia histórica las caídas de Tenochtitlán y Kabul. ¿Es posible que un historiador futuro pueda tomar estos dos hitos, separados por quinientos exactos años, como la entrada y salida de Occidente en la historia mundial? Cierto que un partidario de la Escuela de los Annales me mandaría detener solo por sugerirlo: de la historia importa esclarecer el proceso y su duración, no el acontecimiento o el individuo, que son los borreguillos que saltan en la superficie de un mar movido por vientos y corrientes subterráneas. Me acojo al prestigio de un Gombrich: las fechas son los clavos que sujetan el tapiz de la historia. Esto es, algo que necesitamos para fijar una primera representación del pasado que el estudio luego pueda difuminar en su contorno o corregir en sus fronteras. A condición, claro, de que los cabos de la cuerda no sean arbitrarios. Y algo que hay que me hace barruntar que la catenaria invisible que une Tenochtitlan y Kabul no es caprichosa.

Vayan algunas concomitancias. Dos ciudades centrales en su región, extraeuropeas, exóticas en nombre y costumbres. Dos regímenes, azteca y talibán, impopulares en razón de su barbarie a ojos europeos, vencidos con la ayuda de una superior tecnología –caballos, drones– y en alianza con tribus vecinas deseosas de sacudirse su yugo. La diferencia llega en lo que podemos llamar la posguerra: los españoles se quedaron tres siglos; los americanos han renunciado a hacer lo propio tras veinte años de presencia decreciente. He aquí una conclusión inicial: no hay ocupación sostenible sin una misión civilizatoria detrás que no esté lastrada por un exceso de mala conciencia. Digo un exceso porque su poco de culpa también la experimentó España: las debates sobre la legitimidad moral de la Conquista son tan viejos como la Conquista misma, pero no sobrepujaron la autoasignada misión evangelizadora y el deseo de replicar en América la sociedad europea (también hubo rapacidad, y no poca, sino mucha, pero el afán de lucro solo hubiera justificado intermitentes incursiones de saqueo). En agudo contraste, a Estados Unidos y a toda la coalición, que incluía a España –presente por tanto en ambas fechas, aunque en la segunda ya solo como actor de reparto– le ha pesado como una losa desde el inicio de su misión la culpa poscolonial, dando un nuevo sentido al white man’s burden de Kipling. En todo momento se pretendió que el cambio de régimen fuera afghan owned, afghan led. Del intervencionismo humanitario habíamos pasado a la «responsabilidad de proteger», a despecho de lo cual nadie sugirió la creación de un protectorado en Asia central, dispuesto a aguantar el tiempo que hiciera falta y a tutelar sin angustia los asuntos afganos. Una tutela no destructora de toda la cultura local, sino solo de aquello radicalmente incompatible con el nuevo orden. España arrasó Tenochtitlán y edificó sobre ella una ciudad nueva, pero ayudó a preservar las lenguas indígenas. Cortés entendió el precio que para los españoles tenía quedarse: mezclarse. Un puñado de siglos atrás Alejandro Magno también lo había entendido en tierras precisamente, afganas. Su matrimonio con Roxana anticipa la unión de Cortés y la Malinche. Como dice Julián Marías, la presencia de España en América no fue por trasplante, sino por injerto. Discriminadora y avasalladora, pero no racista. Millones de mestizos son prueba.

No doy a estos apuntes, confesadamente peregrinos, una connotación positiva o negativa. Pero no me sustraigo de la impresión de vivir un ocaso cuyo alba no presenciamos. La fuga de los últimos acopios de voluntad de Occidente por universalizar su modo de vida. ¿Tragedia o alivio? Quizás las dos cosas. Tal vez el propio Occidente termine por desoccidentalizarse también. Lo cierto es que el impulso por llevar la civilización cristiana por el mundo tardó más en agotarse que el deseo de propagar unos derechos humanos universales cuya universalidad ya nadie se aventura a confirmar. Tony Blair ha escrito duras palabras al respecto. Otros dirán que en la hybris de Occidente está la semilla del mal que asola hoy a países no occidentales. ¿Sería hoy Afganistán un culto fragmento de la civilización persa sin la injerencia británica a comienzos del siglo XIX? Lo ignoramos y lo hecho, hecho está. Bueno o malo, el imperialismo occidental no tiene vuelta de hoja en la historia del mundo. El contrafáctico no lo tenemos. López Obrador dice que la Conquista fue un fracaso, pero es dudoso que un mexicano de hoy se quiera cambiar por un contemporáneo de la tierra que los nativos llamaban Jorasán. Por si acaso, solo me atrevo a poner juntos estos dos nombres –Tenochtitlán, Kabul– separados por una modesta coma.

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