Pensadoras
«Es perfectamente posible, por tanto, ser filósofa (o filósofo) y feminista, siempre que este término se adapte a los ideales ilustrados de libertad e igualdad que están en su origen»
Ha sido producto de la casualidad (o tal vez no) que este verano me haya sorprendido con lecturas filosóficas exclusivamente femeninas. Por un lado, llevaba ya varios meses profundizando en la obra de la filósofa política Judith N. Shklar, una teórica, sin duda alguna, de primer rango, cuya concepción del liberalismo político, conformada casi exclusivamente a partir de categorías negativas y con un trasfondo inequívocamente trágico, me resultan de una deslumbrante efectividad.
Por otra parte, me habían regalado la última publicación en castellano de la incomparable Martha C. Nussbaum, La terapia del deseo, un recorrido exhaustivo y plenamente análitico, tal y como esta pensadora nos tiene acostumbrado, por las propuestas éticas de epicúreos, escépticos y estoicos como formas de bien terapéutico. Me resultaría imposible describir los intensos momentos de placer que me han proporcionado estas páginas en las largas tardes de verano. Sumergirse de la mano de la Nussbaum (otro de sus libros imprescindibles en este sentido es La fragilidad del Bien) en el mundo clásico es casi (entiéndase esto de un modo no del todo irónico) como visitar el cielo de Dante guiados por la mismísima Beatriz.
Tanto Nussbaum como Shklar incluyen en sus enfoques filosóficos un sesgo inequívoca y, en ocasiones, orgullosamente femenino, el cual no alcanza nunca, sin embargo, una dimensión de sustancialidad. Es decir, apreciamos en sus reflexiones la presencia de una forma de mirar que está ausente en los grandes pensadores masculinos y que, comprendemos, resultaba imprescindible para alcanzar una visión más precisa y completa de lo real. Ahora bien, en ningún caso dicho elemento, el de la feminidad, toma el mando del discurso filosófico, lo que significaría, en cierta forma, pervertirlo. Shklar, por ejemplo, para explicar lo que ella llama injusticia pasiva y la influencia que el contexto histórico tiene en su percepción se remite al sentimiento de indignación que hoy nos produce contemplar situaciones o circunstancias en la vidas de las mujeres que hasta no hace mucho concitaban una casi unánime indiferencia social.
Es perfectamente posible, por tanto, ser filósofa (o filósofo) y feminista, siempre que este término se adapte a los ideales ilustrados de libertad e igualdad que están en su origen, pero constituye, en opinión de quien esto escribe, un contrasentido declarase feminista y filósofa, lo cual se produce cuando aquello que tiene un carácter puramente secundario, aunque importante, toma el escenario convirtiéndose, como diría el poeta, en todo el argumento de la obra. O dicho de otra forma: cuando aquello que debía constar como el final de un recorrido aparece ya al principio en forma de un dogma inalienable. En este caso, hemos dejado de hablar de filosofía para internarnos en los terrenos mucho más pantanosos de lo ideológico.
Veamos un ejemplo de estas inversiones modernas, aunque esta vez en el mundo del arte: afirma el crítico de The Wall Street Journal que «están de moda las piezas con fuerza política realizadas por mujeres o artistas de raza negra». Bien, ¿pero qué pasa entonces con la propia obra? ¿Vale como tal cualquier cosa con tal de que sea presentada por alguien de sexo femenino o con una tonalidad de piel poco clara? Incluso las cualidades del artista dejan, al parecer, de tener relevancia en virtud de unas premisas ideológicas que constituyen, por lo demás, una declaración de racismo y sexismo apenas velada.
Algo parecido se produce en el campo del pensamiento cuando aquellos enfoques o sesgos específicos que, según hemos visto, tienen la virtualidad de completar la perspectiva tradicional sobre un cierto asunto, se olvidan de éste y adquieren la condición de elemento prácticamente único. Tal es lo que caracteriza a un tipo de autoras (me resisto a llamarles filósofas en virtud de lo que estoy sosteniendo) adscritas a las nuevas corrientes del feminismo. Veamos también un ejemplo de ello.
La llamada prensa progresista se ha hecho amplio eco, como era de esperar, de la aparición del libro Ética para Celia de Ana de Miguel. ¿Y qué es lo que nos dice Ana? En primer lugar, que las mujeres tenían prohibida la entrada en la Academia de Platón. Ello viene a poner de manifiesto, no sólo que la autora no se ha molestado en documentarse (lea, por favor, a Nussbaum), sino que ignora elementos esenciales del pensamiento del propio Platón, el primero en defender de forma radical y entrando en conflicto con los valores dominantes de su tiempo la igualdad entre los sexos. No obstante, lo relevante de las declaraciones de De Miguel se producen cuando llega al terreno de la educación. «¿Vamos a seguir leyendo – se pregunta sin ningún complejo – a Aristóteles, a Platón, a Nietzsche, a Lévi Strauss? Sí. Vamos a aprender de ellos, pero sin dejar de señalar que el problema de la humanidad es que estos genios legitimaron que ellas (las mujeres) eran juguetes, regalos, o vasijas». Observemos nuevamente cómo, en términos de conocimiento, lo puramente esencial se convierte en secundario y lo meramente accesorio adopta una condición de sustancialidad. De ahí a la defensa de las matemáticas con perspectiva de género tan sólo hay un paso a que, por supuesto, a nuestra feminista disfrazada de filósofa no le cuesta nada dar.
En mi opinión, uno de los mayores errores educativos que se han producido en los últimos años en las Facultades de Filosofía ha consistido precisamente en admitir que se impartan asignaturas sobre feminismo entre las propiamente filosóficas. Si es verdad que la filosofía, ya desde sus inicios, nace contra el mito, es decir, contra la ideología, no se comprende muy bien qué sentido tiene hacerle sitio a una de ellas. Y puestos a hacerlo, ¿por qué no también catequesis sobre valores cristianos o cursillos avanzados sobre marxismo? Entiéndaseme bien, no es que no crea necesario ese sesgo estrictamente femenino que se descubre en las grandes pensadoras de relieve de las que hablábamos al principio, pero se invierte la naturaleza de la cosa cuando ello se convierte en un elemento sustantivo. Es imprescindible introducir en los temarios referencias ineludibles a pensadoras de la talla de Hipatia de Alejandría, pero sin tener que tragarse con ello la pamema de las matemáticas con perspectiva de género.