THE OBJECTIVE
José María Albert de Paco

Paliativos

«El objetivo de Ardern se antojaba ilusorio en una sociedad abierta y global, fundada en los intercambios comerciales y de fluidos y, por consiguiente, sometida al azaroso ‘spread’ de los días»

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Pool | Reuters

Nueva Zelanda apostó desde el inicio de la pandemia por cerrar las fronteras, confinar a la población y restringir la actividad a niveles testimoniales, con arreglo a una estrategia de erradicación del virus que detuvo el contador en poco más de 3.160 contagios y 26 fallecidos, lo que suscitó el aplauso unánime del mundo y convirtió a su primera ministra, la laborista Jacinda Ardern, en el exponente más destacado de la denominada política de los cuidados.

Dieciocho meses después de los primeros cerrojazos, el escenario es idéntico, salvo por alguna que otra mueca de disconformidad entre los neozelandeses, hasta ahora modélicamente resignados al aislamiento internacional y, de manera episódica, a la reclusión domiciliaria. El objetivo de Ardern se antojaba ilusorio en una sociedad abierta y global, fundada en los intercambios comerciales y de fluidos y, por consiguiente, sometida al azaroso spread de los días. No obstante, y con la vacunación a la vuelta de la esquina, la suspensión de la incredulidad parecía el menos desmesurado de los sacrificios, máxime teniendo en cuenta que cualquier objeción en este sentido debía vérselas con esos insólitos 26, y el elevadísimo riesgo de ser tachado de necrófilo. Ni siquiera cabe descartar que nuestros antípodos, que se sabían el centro de atención, cumplieran orgullosamente con el régimen de libertad vigilada. La premisa, en todo caso, era la prontitud en la inmunización, mas con la vida en stand by a qué apresurarse. Hasta el 20 de febrero, NZ no administró una sola dosis (Pfizer), y la vacuna de Astrazeneca (autorizada por la EMA desde marzo) no ha tenido el visto bueno de las autoridades hasta el 29 de julio.

Hoy, el porcentaje de vacunados con pauta completa apenas supone el 22% de la población, y la variante delta ha dado al traste con seis meses de imbatibilidad. Tras detectarse el pasado 17 de agosto un caso de transmisión comunitaria en Auckland, la activación de la alerta máxima ha devuelto a la población a marzo de 2020 y abierto la espoleta de la retórica belicista, a mitad de camino entre 1984 y Starship Troopers: «Se ha identificado un caso de covid-19[contexto id=»460724″]; quédate en casa y sigue las directrices, así podremos parar el avance de la covid-19 y salvar vidas». La ‘covid cero’, del que las autoridades australianas han acabado abjurando, ha sido desacreditado no sólo por la realidad, sino también por el grueso de los expertos, que lo considera inasequible. (No está de más decir que las dos únicas enfermedades infecciosas que la humanidad ha borrado de la faz de la tierra son la viruela y la peste bovina, y ambos hitos se debieron a sendas vacunas.) Pese a ello, Ardern ha afirmado que no cejará en su empeño de exterminar al bicho, por lo que proseguirá alternando el martillo y la danza y, patada a seguir, emplazando la apertura al resto de los terrícolas en un punto impreciso de 2022. No es una obtusa. Es una mujer de izquierdas, rebosante de buenas intenciones. Y sólo quiere cuidarte.

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