Tornillos
«Ya hemos visto estos años lo que sucede a tierras prósperas cuando quedan en manos de élites que no saben del trabajo y la producción más que lo que ven por la tele y cuyo modelo económico es el cultivo de ombligos»
Hace años, cuando trabajaba en los márgenes del mundillo editorial, tenía un chiste con un amigo y compañero de fatigas: «¿Tú conoces a alguien que haga tornillos?». Y no, no conocíamos: todo el mundo era periodista, o estaba en alguna agencia de publicidad, o era diseñador, o promotor de cosas, o DJ, o cineasta. Eran los últimos tiempos de la burbuja. ¿Os he contado lo de Talleyrand y la dulzura de la vida? Pues eso. El dinero crecía en los árboles, las hipotecas se financiaban al 110% y, quién más, quién menos, tenía un BMW o la expectativa razonable de tenerlo.
La felicidad de la burbuja se asentó sobre la idea del progreso imparable de las generaciones: así como los españoles se apalancaban sobre sus viviendas para comprar nuevos inmuebles en un perpetuum mobile burbujil, los xennials nos apalancaríamos sobre los boomers, y a su vez daríamos impulso a millennials y zoomers. Los pisos nunca bajaban y además estaba Europa.
Nuestros padres y nuestros tíos y primos mayores habían protagonizado la emigración a la ciudad y habían perdido -quizás no tanto como pensábamos- el pelo de la dehesa. Habían empezado a ir a la universidad, se habían integrado en una economía sin fronteras. Se habían alejado del campo pero también en muchos casos de lo fabril. La terciarización de la economía aún se veía como un éxito sin paliativos, que no sólo nos enriquecía sino que inducía una distancia física y tangible entre nosotros y el hacer material. Entre nosotros y los tornillos.
Es tentador pensar que la mentalidad de hidalgo aspirante estaba operando sobre el país: íbamos a pasar de labriegos a rentistas sin apenas detenernos en fatigosos puntos intermedios como hacer cosas con las manos o, en suma, producir. Obviando ese trabajo que Hegel llamaba «paciencia de lo negativo». Por supuesto, todo era mentira, después lo supimos. El país era más pobre, todos éramos más pobres, y las generaciones futuras no iban a alzarse a hombros de sucesivos gigantes sino a lo más capear temporales con inseguras herencias y una creciente montaña de deuda.
La vieja mentalidad, no obstante, persiste como un eco pagano en una historia bíblica. La vemos a diario en las proclamas gaseosas sobre la transformación en ciernes de nuestra economía; sobre los milagros que va a obrar la digitalización; sobre el nuevo mundo feliz de la economía verde. Hay partidos cuyo programa económico ya se cifra apenas en la magia de los molinillos. Pero, a la vez, va también consolidándose otra corriente que nos conmina a renunciar al crecimiento y al progreso, y a ser mejores personas por el sencillo expediente de desearlo muy fuerte entre bocado y bocado de pasta de grillos.
En uno y otro caso, sea para anunciar cornucopias verde-digitales o para predicar la penitencia decrecentista, la separación de lo productivo es ya dogma nacional: la gran conquista conjunta de boomers, xennials y millennials. Pero mi generación y, sobre todo, las siguientes, van a tener que ser por narices las que vuelvan a pensar en serio -y a obrar- sobre la producción: por las consecuencias aún no resueltas de la crisis de 2008; por el coste de la descarbonización y la transición verde; por el papel decreciente de España en las cadenas globales. Ni derecha ni por supuesto la izquierda, atada al paradigma del reconocimiento, parecen especialmente capacitadas para liderar esa tarea nacional. Ya hemos visto estos años lo que sucede a tierras prósperas cuando quedan en manos de élites que no saben del trabajo y la producción más que lo que ven por la tele y cuyo modelo económico es el cultivo de ombligos. Españita, de te fabula narratur.