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El amor, antes del wifi

«Pienso en mis hijos y en sus amores de verano, cuando los haya dentro de unos años. Habrá menos romanticismo, no tengo duda»

Opinión

Rémi Thorel | Unsplash

  • Jesús Montiel (Granada, 1984) es autor de cinco poemarios que le han valido distintos reconocimientos, entre los que destaca Memoria del pájaro, Premio Hiperión 2016. Ha traducido Resucitar y Prisionero en la cuna, de Christian Bobin, al que considera su maestro. Ha publicado también un libro de aforismos, Silencio casi (Trea, 2020) y siete de narrativa: Notas a pie de instante (Esdrújula, 2018), Sucederá la flor (Pre-Textos, 2018), El amén de los árboles (Esdrújula, 2019), Señor de las periferias (Pre-Textos, 2019), Casa de tinta (Hiperión, 2019), Lo que no se ve (Pre-Textos, 2020) y La última rosa (Pre-Textos, 2021).

Hubo un tiempo en el que uno podía estar ilocalizable. Donde los padres, cuando los hijos no tornaban de la calle a la hora acordada, no tenían más remedio que acodarse en las ventanas de casa y recurrir a la oración. Antes de la telefonía móvil. Cuando Google no rastreaba nuestros desplazamientos ni había que pedir disculpas por no coger el teléfono al instante. A veces uno tardaba dos, tres días en contestar, y el mundo no se caía, nadie se cabreaba. Existía la posibilidad de ser tragado por la tierra. Podíamos perdernos también en el silencio de la otra persona, buscar como locos una cabina telefónica y resignarnos a no saber, tras el sonido intermitente. Era un tiempo, este que hubo, en el que las noticias eran menos y más interesantes.

Había también amores de verano más emocionantes que los de ahora. Chicas a las que veíamos 15 días en toda nuestra vida y que luego se perderían para siempre, como las nubes tras deshacerse con un viento recio. La mía era una chica francesa, con todo lo que uno puede imaginar al decir francesa: pelo amarillo, piel lechosa, ojos muy claros, con ese acento de las películas. La conocí a los 17, calculo, en uno de esos apartamentos turísticos donde íbamos bajo la estricta vigilancia de mi padre cada verano. Una novia de tres o cuatro días, no recuerdo. De la que me enamoré como se enamoraba Espronceda, sin tan siquiera conocernos. Por la que derramé unas cuantas lágrimas en el regreso, con el aire de la carretera dándome en la cara adolescente.

Y luego nada. Todo se acabó con un adiós apresurado, a escondidas de los adultos. Porque no existían los teléfonos móviles ni había redes sociales y solo estaba la posibilidad de la carta y el sobre. Cuya respuesta tardaba días. Semanas, en ocasiones. Con una letra manuscrita dentro, y tachones, y a veces alguna flor prensada o colonia. Había silencio, distancia, secreto. Y pienso entonces en mis hijos y en sus amores de verano, cuando los haya dentro de unos años. Habrá menos romanticismo, no tengo duda. Serán más predecibles y sin finales abiertos. Con whatsapps y chats interminables encendiendo la habitación, hasta las tantas, en los que tendrán que explicarse por no haber respondido al instante y en los que circularán seguro fotografías que dejarán en paro a la imaginación, que en mi tiempo echaba humo. No habrá suspense. Quizá ni siquiera podrán echarse de menos, tan disponibles.