Una teoría del cinismo
«El cinismo le es útil al poder corrupto, a la dictadura, ya que siembra el terreno para la delación, la apatía y la indiferencia»
La palabra «cínico» viene del griego antiguo kynikos, que significa «como un perro». Filósofos cínicos como Antístenes o Diógenes creían que, para vivir de manera honesta y coherente, había que renunciar a las convenciones sociales. La fama, el estatus, la riqueza o los buenos modales eran fuerzas corruptoras que lo alejaban a uno de la virtud, de las esencias más auténticas de la vida. De ahí que estos filósofos vivieran voluntariamente en la pobreza y se pasaran el día refunfuñando contra la debilidades de sus congéneres. Protestando desde su indigencia, comiéndose los restos de los banquetes, gruñendo y hasta ladrando como perros.
Hoy el cinismo no es exactamente así. Los cínicos ya no tienen la pátina sincera y frugal de un ermitaño anarquista, pero siguen mostrando desprecio por un montón de cosas, especialmente si estas huelen a nobleza y buenas intenciones. El cínico ve en todo un fin práctico, utilitario. La moral y otras zarandajas son solo un disfraz para engañar a los ingenuos.
El cinismo se reproduce cuando uno siente que el sistema le ha traicionado. Por ejemplo, cuando la globalización desplaza el tejido productivo a otros continentes o cuando una crisis financiera se lleva por delante las aspiraciones de una generación. Hoy existe un género literario al respecto: nos creíamos estupendos y, al final, pues bueno, en fin. Solo nos queda la precariedad, la monotonía y el implacable olvido.
Así que nos ponemos a gruñir e incluso a ladrar, y vemos razones espúreas en todas partes. Un sistema que nos ha dejado colgados solo puede ser un sistema corrupto. Un sistema que no nos merece. La confianza en las instituciones decae y su hueco lo llenan los salvapatrias y los chivos expiatorios. Empezamos a oír hablar de la «casta» y de los «menas», del «1%» y de los «hombres y mujeres olvidados de América». La desconfianza y la desazón hacia el sistema se ven compensandos por un dramático deseo de redención, por una fe abrupta en medidas sublimes y drásticas.
Y quizás no sea del todo malo. Hay sistemas que, efectivamente, se merecen la desconfianza e incluso el desprecio, y que para mejorar deben de ser sacudidos como quien le quita el polvo a un abrigo viejo. Hay que sacar al sistema de su letargo, hacer que espabile y que recupere esa fortaleza que tenía de joven y que se ha oxidado con décadas de paz y prosperidad. Ninguna estructura sobrevive sin examinarse, sin aprobar de vez en cuando un test de estrés.
Lo malo es que, una vez iniciado el camino del cinismo, no sabemos en qué desembocará: si será un estrés benéfico o un tobogán hacia el desastre. Porque el cinismo se puede inculcar. Hay gobiernos, de hecho, que lo inculcan conscientemente. Sobre todo las dictaduras. Así lo veía la escritora soviética Nadiezhda Mandelstam en sus memorias, tituladas Contra toda esperanza:
«Hemos de tener en cuenta que la bondad no es sólo una cualidad innata, sino que debe cultivarse y esto se hace cuando hay demanda de ella. La bondad era para nosotros una cualidad pasada de moda, en vías de extinción y la persona de buen corazón, una especie de mamut. Todo cuanto nos enseñaba la época, la expropiación de kulaks, la lucha de clases, las denuncias y la búsqueda de motivos ocultos en cada acto, educaba cualquier clase de sentimientos, pero no la bondad. La bondad, igual que la benevolencia, había que buscarla en lugares perdidos, sordos a la llamada de la época».
El cinismo le es útil al poder corrupto, a la dictadura, ya que siembra el terreno para la delación, la apatía y la indiferencia. En un ambiente cínico, las alternativas políticas nacen muertas, ya que el ciudadano es incapaz de concebir un opositor que no sea un mentiroso o un mercenario, el peón de potencias extranjeras. En un ambiente cínico, la indignación y la independencia no existen. No hay esperanza ni proyectos renovadores, sino solo un entramado de crudos intereses opuestos.
Actualmente, la potencia cínica del mundo es Rusia. Muchos rusos aún viven en la atmósfera psíquica del estalinismo, y el gobierno autocrático de Vladímir Putin intenta prolongar por todos los medios este cinismo. Sus órganos de propaganda manipulan la realdad de manera sutil, hábil y certera; unas veces retuercen el relato para adaptarlo a las circunstancias; otras, lo que hacen simplemente es arrimar un barril de heces al ventilador mediático de sus televisiones. Nadie está salvo. Al final, las defensas racionales del público se agotan y se fortalece el callo de cinismo.
En Rusia, a los expertos en estas maniobras político-psicológicas se les llama teknologists. El equivalente al spin doctor anglosajón. Una de las muchas tácticas de los teknologists del Kremlin, cuando hay elecciones, es sacar clones de los candidatos opositores. Cuando el ciudadano va a votar, se encuentra con tres o cuatro candidatos casi idénticos a aquel que se opone al partido oficialista: con el mismo nombre y un aspecto físico parecido. Una manera de confundir, agotar y dividir el voto. Una manera de reforzar las estructuras mentales cínicas.
En este paisaje de bulos, teorías conspirativas y constante manipulación psicológica, la opción disponible, la gris realidad de los poderes fácticos, considerados como la alternativa menos mala, lo que ya está ahí, sale ganando. Vladímir Putin.
En Estados Unidos, Donald Trump[contexto id=»381723″] se convirtió, él solo, en una industria andante del cinismo. Sus más de 30.000 mentiras en cuatro años casi agotan nuestras defensas psíquicas. Ya nada nos impresionaba, lo cual beneficiaba a Trump. Lo antaño indignante se había normalizado. Uno no puede enfadarse diariamente sin cansarse, y solo queda la distancia, la indiferencia. El cinismo.
Trump fue derrotado, pero ha dejado detrás una tierra quemada de confianza político. No ha sido el único agente del cinismo, sino solo el más competente. Conocemos sus métodos. Lo interesante sería saber cómo desbrozar el camino de vuelta: el sendero que nos devuelva la confianza en este sistema imperfecto. Quizás hayamos empezado ya a restañar, de manera orgánica, la herida. Por no ser cínicos.