Castillos de arena
«Nos gustaría pensar que los castillos de arena que escribimos son hermosos, únicos, que hay alguien observándolos con admiración y que también hay alguien que piensa en destruirlos»
Cuando era niño, siempre pedía a mis padres quedarnos un poco más en la playa. No quería bañarme más ni jugar al fútbol ni tampoco estaba detrás de ninguna rodilla de ninguna Clara. Eso llegaría después. Quería proteger el castillo de arena. Quizá, la palabra castillo se queda corta. Comenzaba con un par de flanes a los que seguía un muro de unión entre ambos. Tras la muralla exterior, había que medir bien el vuelco para que los cuatro siguientes quedasen juntos. Siempre se podía añadir arena después y rebañarla con la pala para que quedase lisa, sin rebordes, pero todo da más satisfacción cuando se logra a la primera. La industria de la autoayuda se basa en eso: relegar la constancia frente a la capacidad personal para pensar que somos especiales. El castillo final, situado encima de la base, obligaba a levantar la vista para buscar las primeras miradas de admiración.
Después, un foso. Podía situarse entre la estructura principal y el muro, que también merecía un refuerzo posterior o incluso una revisión completa. El foso necesitaba primero manos y, después, pala. El tamaño y fortaleza de esta dependía de mi capacidad de persuasión el primer día de vacaciones. Nunca tuve acceso a la herramienta profesional, medio metro, mango de madera y cuerpo de metal, que solían tener los niños extranjeros.
El agujero necesitaba agua para convertirse en un foso. Más agua. Más agua. Había que llenar los cubos con suficiente rapidez como para que el líquido no fuera absorbido por la arena, dejando la mancha blancuzca de la sal. No hay nada que te entrene más para la escritura que tratar de llenar un agujero en la playa. Tras conseguirlo, tocaba remover el agua, ya que era fácil que comenzasen a aparecen pequeños bultos blancos con forma de medusa. El parecido me sirvió para alejar a mis primos un año en el que compartimos apartamento. Simultáneamente, había que completar la decoración de la estructura principal con churros de arena húmeda. Siempre, controlando la cantidad de agua del mar para que la voluta se retorciera sin perder solidez al secarse. Es algo que sigo haciendo; quizá, para comprobar lo que algo tan fino puede soportar si se apelmaza.
No solía bañarme muy lejos del castillo para poder vigilarlo. Por eso, no los hacía por la mañana. Demasiado calor, demasiada gente. Al final de la tarde, llegaba la discusión. Un poco más, un poco más. Mis padres señalaban el sol deshaciéndose tras la montaña y uno de los dos me pedía que me limpiase bien. Te llevas la playa a casa. Eso era lo que quería. Llevarme el castillo y seguir haciéndolo en el salón-comedor-cocina del apartamento. Me imaginaba su destrucción a cargo de varios personajes siniestros: los ancianos que paseaban quejándose del poco espacio que les dejaba, los chicos mayores que bajaban a la playa al atardecer a escuchar música y, sobre todo, un envidioso fantasma que se quedaba en playa para, uno a uno, destrozar todos los castillos. Lo hacía a conciencia. Al día siguiente, no quedaba nada. Ni siquiera el gurruño de tierra. Por la tarde, dos flanes, un muro, cuatro vuelcos y el foso.
Nos gustaría pensar que los castillos de arena que escribimos son hermosos, únicos, que hay alguien observándolos con admiración y que también hay alguien que piensa en destruirlos. Para nada. Como los de la playa, se caen solos. A veces, ayudados por la marea, el viento o los servicios de limpieza, pero nada más. Basta con el tiempo. Hay que volver a hacer montones de arena y acarrear agua para el foso y las volutas decorativas. Aunque la tecnología nos permita llevarnos la playa a casa o haya alguna gente que crea que toda la orilla es suya o que no hace castillos, sino palacios destinados a durar y a ser habitados, da igual. Probablemente, de ahí viene su cabreo. No entienden que esto es arena. Una noche y todo se deshace. Ni siquiera queda el gurruño de tierra. Menos mal.