Equivocarse con Sastre
«Periodismo es contarle que ha muerto Alfonso Sastre a gente que no sabía que Alfonso Sastre vivía y que era un desgraciado»
Ha muerto Alfonso Sastre. Para mi generación, para los pocos que lo conocieran, Sastre era una sombra, un apestado, un fantasma de la otra orilla. Una nota en algún prólogo, una firma extemporánea en alguna antología de los 50 o 60. Un eco de tiempos grises. Supongo que de ese desconocimiento, de ese olvido digamos piadoso, vienen algunos titulares que hemos padecido estos días. Justo sería que se le recordase u olvidase por su literatura; si no fuera por el empeño que puso en trascenderla mediante el «compromiso». Así que ahí andaba el «compromiso» en todas las notas, pero sin especificar: un compromiso genérico que lo mismo podía ser a favor de las ballenas o contra la mutilación genital. Periodismo es contarle que ha muerto Alfonso Sastre a gente que no sabía que Alfonso Sastre vivía y que era un desgraciado.
Tampoco se le oculta a nadie que es precisamente el compromiso lo que otros han celebrado. Así el exvicepresidente del Gobierno y otros. Y cómo no: si no han leído ni a Marx, como para leer teatro de los 50. La noticia no es que Podemos celebre a un proetarra lo mismo que no es que el perro muerda al niño, pero no dejan de sobresaltar una cosa y la otra. Al menos hay que anotarlo: hace apenas una década, Sastre era un apestado fuera del entorno sórdido que había elegido para morir; hoy sus ideas son la del exvicepresidente del Gobierno.
Ambas cosas, el olvido y la celebración, son importantes. Son los dos materiales con los que se está construyendo en España un sistema nuevo de valores. Y hay que anotarlo; sin aspavientos, sin engañarse. Nec spe nec metu. Es un sistema alzado en paralelo al del 78 y apoyado en alguno de sus muros y contrafuertes, y que quizás quede en pie cuando el otro se derrumbe de puro viejo. Hay una España, los más, que no sabe quién fue Alfonso Sastre. Los que lo saben se van muriendo o están a otras cosas. Vamos, como ha escrito Josu de Miguel, hacia un parque temático de la memoria, hacia un Estado memorialista construido sobre una gran desmemoria –que, por otra parte, es la única forma de construir un programa semejante–.
De ahí los chirridos cada vez más insistentes que emite la maquinaria democrática española. El nuevo sistema de valores implica cerrar el espacio político hacia un lado y, claro, abrirlo por otro. En los titulares de ayer Félix Bolaños se reunía con Bildu para «normalizar». A estas alturas, lo único que se le ocurre a uno es que qué quedará por normalizar ahí. El nuevo sistema es algo así como una democracia militante, la fórmula que se evitó escrupulosamente en el 78 –lo que hizo necesario recurrir a herramientas excepcionales como la Ley de partidos en ciertos momentos–. Será militante hacia un lado, por entendernos, que no es ya el de Sastre.
Todo esto hay que anotarlo, sin aspavientos, con claridad. La pandemia ha inaugurado además un tiempo de novedades constitucionales, en el que las autoridades administrativas pretenden delimitar sin más empacho el espacio de derechos ciudadanos. En la ciudad de Valencia se anuncia una ordenanza contra los «conductas contra la dignidad de las personas» que «no sean constitutivas de infracción penal»; el Ministerio Fiscal ha pedido ya una norma nacional similar -a juego con la de Cataluña, siempre por delante. Un sistema de conformidad y sanciones acorde con, por supuesto, con los nuevos valores.
Mientras todo esto pasa, unos chavales se fueron a Mondragón el sábado a recordar lo evidente y a decir no. Hay quien quiere pasar página de buena fe, sinceramente, pero también hay muchos que nos la quieren pasar encima. Y al final serán indistinguibles. Todo régimen de memoria se funda sobre olvidos. A lo peor nada de esto tiene ya remedio; pero quizás aún dependa de que más gente diga, digamos, no.