Daniel Craig: 007, licencia para llorar
«A diferencia de Connery, Moore y los demás, Craig se despeinaba, se ensuciaba, lucía pectorales y, a veces, exhibía un porte más cercano a un hooligan que al caballero concebido por Ian Fleming»
Con la película Sin tiempo para morir, que se estrena en unas semanas, Daniel Craig dice adiós al agente 007. Y ha escenificado la despedida con unas emotivas palabras que han hecho llorar a sus compañeros de rodaje. Algo inconcebible en el frío y amoral agente de la saga, pero acorde con el estilo y la trayectoria de «Daniel» Bond, que desde su debut con Casino Royale (2006) ha roto el tópico de que el agente carecía de sentimientos.
A diferencia de Connery, Moore y los demás, Craig se despeinaba, se ensuciaba, lucía pectorales y, a veces, exhibía un porte más cercano a un hooligan que al caballero concebido por Ian Fleming. Le salía sangre de la nariz o los morros y acababa con ojos de boxeador noqueado, cuando caía en manos de sus enemigos. Fue golpeado, electrocutado, machacado… algo más propio del pupas de Phillip Marlowe en El sueño eterno o Adiós muñeca. Y como el personaje de Chandler -tierno por dentro /duro por fuera-, también Craig cometía el error de enamorarse de quien no debía. Hubo un antes y después en la saga Bond, cuando cayó en las redes de la peligrosa y seductora Vesper Lynd (Eva Green) y lo que es peor, convirtió en un asunto personal la decisión de vengarse.
«Personal». Salió la palabra. Lo que le da relieve humano, frente a la frialdad un tanto mecánica de Connery, el envaramiento de Timothy Dalton o la sosería de Roger Moore, es que se trate de una persona, no de una caricatura o un estereotipo. Eso es justamente lo que le echaba en cara al James Bond de los años 60 un filósofo que escribía sobre cine. Julián Marías sostiene que sin persona –y persona en toda su complejidad–, no puede haber historia. Viendo Goldfinger (1964), una de las primeras entregas de la saga, decía que ni el agente 007 ni sus rivales «alcanzan ese mínimo quién que haría de ellos personas». Y todo queda en «disparos, emboscadas, luchas, amores –digásmoslo así– fulminantes con hermosas y provocativas mujeres» pero, paradójicamente, tal acumulación de ingredientes divertidos deja al espectador «indiferente».
No tenía mejor opinión de James Bond, Fernando Savater. A pesar de su mitomanía (Sherlock, Tarzán, los héroes de tebeo), no traga a 007. Lo considera una caricatura que «consume coches, mujeres, tiempo»; un tipo nada romántico, «ávido, cínico, brutal, consumista y promiscuo». Y no se refiere solo a Connery, sino también a Daniel Craig, «una especie de culturista» que parece más «un espía ruso que británico».
El colmo llega con un profesor de historia de la Universidad de Jerusalén, Ishay Landa, que rizando el rizo, llega a decir que Bond es la expresión moderna del Übermensch (o superhombre) de Nietzsche, alguien superior al resto de los mortales, un Juan Palomo de la moral -yo me la guiso, yo me la como- capaz de parir su propio sistema de valores, identificando como bueno todo lo que procede de su voluntad de poder. Frente a la «moral esclava del cristianismo y el judaísmo» que diría Nietzsche, se alza un tipo tan listo y tan por encima del bien y del mal, que dicta sus propias reglas. Y que no se considera a sí mismo un asesino sino un ser superior, como dirá Raskolnikoff, el personaje de Dostoyevski, al tomar como modelo de superhombre a Napoleón. 007 igual: por eso tiene licencia para matar.
Lo curioso del caso es que se enfrenta a villanos megalomaníacos, desde el Dr. No a Goldfinger, pasando por el Raoul Silva de Skyfall -encarnado por nuestro Javier Bardem- que resultan ser otros Übermensch, tal vez más feos e histriónicos, pero no menos amorales. Avatares caricaturescos de los Hitler y los Stalin.
Si a Raskolnikoff le tiraron del caballo, Sonia y el castigo por el crimen, al último Bond (Daniel Craig) le puso en su sitio la pérdida de la amada, el dolor, el escarmiento. Pero esto no llegó a verlo Julián Marías, que falleció antes de Casino Royale. De haberla visto quizá hubiera cambiado su opinión sobre 007, ya que él definía a la persona como «criatura amorosa». El filósofo cinéfilo se quedó en el nada blandito Sean Connery que jamás derramó una lágrima por espías peligrosas, y que reservó la emoción para cuando se bajó del Aston Martin, soltó la Walther PPK con silenciador, y fue en busca de la gloria (dolor y gloria) en el Kafiristán de El hombre que pudo reinar.