Aquellos maravillosos meses
«La función capital del 8 de octubre fue la de hacer visible que aquello no era solo un problema español, sino primeramente un problema catalán»
Seguramente no había una conmemoración de la manifestación constitucionalista del 8 de octubre en su cuarto aniversario que poseyera mayor carga simbólica que la destrucción de la carpa de la asociación estudiantil S’ha acabat! en la Universidad Autónoma de Barcelona. Así comenzó, así ha seguido: si aquel domingo de octubre se hizo visible el pluralismo interno de la sociedad catalana, lo sucedido en el campus de Bellaterra testimonia el empeño nacionalista por acabar con ese pluralismo. Porque al nacionalismo no le basta con gobernar en nombre de la minoría independentista[contexto id=»381726″], instrumentalizar la televisión pública autonómica o perpetuar una inmersión lingüística que ni siquiera se aviene a respetar el exiguo número de horas lectivas en español: a ello le suma una coerción física —imaginemos la verbal—a menudo tolerada por las instituciones que previamente ha colonizado. A este respecto, el comunicado del Rectorado de la UAB sobre la agresión de quienes de la manera más ridícula se llaman a sí mismos «antifascistas» no puede ser más elocuente: es tal la sujeción al marco explicativo nacionalista que la Universidad Autónoma debería cambiarse el adjetivo.
De todo esto se deduce una conclusión inevitablemente melancólica: si hubo algo parecido al espíritu del 8 de octubre, se ha desvanecido ya. Y lo ha hecho con tal rapidez que uno se pregunta si realmente existió. ¿Hubo alguna vez 500.000 constitucionalistas? Aquello que creímos ver en las calles atestadas de Barcelona acaso no fuera sino una presencia fantasmal, la materialización provisional de una realidad alternativa que con el paso del tiempo nos parece absurda o inconcebible: Borges pasado por Pynchon o viceversa. Ya que no es fácil saber si la rápida división de aquella comunidad intencional —que destruía con su sola presencia la fantasía separatista del un sol poble— tiene su causa en los acontecimientos posteriores o si tales acontecimientos tuvieron lugar porque aquella unidad era ya en buena medida una bonita ficción. No está de más recordar las vacilaciones del PSC, que solo a última hora decidió validar la convocatoria. En las semanas decisivas del proces, en cualquier caso, el frente constitucional se mantuvo en pie ante el chantaje separatista. Y la función capital del 8 de octubre fue la de hacer visible que aquello no era solo un problema español, sino primeramente un problema catalán.
Recuerdo que yo escribí entonces en este mismo medio sobre las «banderas de nuestros padres», celebrando el significado estrictamente constitucional que poseyó aquel día la enseña nacional; un año antes, optimista siempre, había defendido en las páginas de Ahora la conveniencia de una gran coalición PP-PSOE que ayudase a suturar la herida por la que sangra la cultura política española. ¡Menos mal que no puse dinero! Porque ni hubo gran coalición, ni la bandera constitucional pudo escapar a la contaminación esencialista tras el ascenso de Vox[contexto id=»381728″]. Este ascenso tiene su lógica pendular: nada más eficaz contra un nacionalismo que otro nacionalismo. Esto no quiere decir que ambos sean iguales; Vox no ha protagonizado ninguna insurrección contra el orden constitucional. Pero es obvio que Vox representa una oposición poco sofisticada contra el separatismo. Pero es natural que haya cobrado fuerza: la oportunidad de defender la nación constitucional —lo que quiere decir también heterogénea y descentralizada— con las herramientas del nacionalismo cívico había pasado de largo. Podemos culpar de eso a Vox, naturalmente; o suponer que Vox resulta del fracaso del resto de partidos nacionales a la hora de lidiar de manera convincente con el independentismo catalán.
En ese sentido, la cronología es ilustrativa. Si la prometedora manifestación constitucionalista se celebró en octubre de 2017, la moción de censura que dio a Sánchez el gobierno con el apoyo decisivo de los partidos independentistas —muchos de cuyos líderes seguían fugados— se produjo en mayo de 2018; la entrada de Vox en el parlamento andaluz, en lo que fue su estreno institucional, se demoró hasta diciembre de ese mismo año. Aunque sobre esto se ha discutido ya mucho y jamás lograremos ponernos de acuerdo, entre otras razones porque los argumentos son aquí concentrados de emociones e intereses, ceñirnos a los hechos tiene sus ventajas: la aparente unidad constitucionalista, que tanta esperanza infundó a tantos, aguantó el tipo entre el octubre de la manifestación y el mayo de la moción de censura. No hay más.
Desde entonces, la posibilidad de su reconstrucción es cada día más remota: todo se ha enfangado irremediablemente y Borrell no volverá. Hemos pasado ya a otra cosa. Y no podía ser de otra manera: todo ha sido como estaba llamado a ser. Podemos seguir creyendo en bifurcaciones insólitas, como el famoso pacto Sánchez-Rivera para la formación de gobierno, pero no deja de ser una forma de engañarse: las cartas están aquí repartidas de tal manera que la madurez pasa por el fatalismo. Ya estamos donde teníamos que estar: nos queda, consuelo de ancianos, engañarnos con el recuerdo de aquel domingo.