De locos
«Es imposible evitar la sospecha de que quienes han propuesto esta Ley General de Salud Mental y quienes la apoyan creen vivir aún en el contexto que propició el anti-cientificismo»
El Parlamento es ya sólo una sombra… lleno de ruido y furia y que no significa nada. No he podido evitar el parafraseo de Macbeth. Ustedes y Shakespeare me perdonen.
Furia y ruido por la mañana, bajo los focos y con los micrófonos abiertos. Munición verbal gruesa, ignorantes enciclopédicos pontificando sobre lo que nunca les rozó el entendimiento, representantes que hablan como embajadores de naciones extranjeras (y enemigas), oposición sometida a control, diálogo de sordos, perdón, personas con «audición no normativa», y gobierno que no responde nada; ni ante nada ni ante nadie. Quizá ante Dios y ante la historia, como dijo aquél. Y en el entretanto, el registro de propuestas legislativas delirantes y absurdas. A eso voy raudo.
En el primer Congreso de la entonces recientemente creada Asociación Española de Neurología y Psiquiatría celebrado en Barcelona en 1942, el Dr. López Ibor, uno de los más influyentes psiquiatras españoles de la segunda mitad del siglo XX, afirmaba que: «… investigar no es entregarse al goce narcisista de descubrir unas volutas más o menos ensortijadas en el curso de una fibrilla…» («La psiquiatría en España en la hora presente»). Como han señalado tanto José Lázaro («Historia de la Asociación Española de Neuropsiquiatría», Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría, Vol. 20, 2000) como Enrique González Duro (Los psiquiatras de Franco. Los rojos no estaban locos, Península, Barcelona, 2008) con esa ironía apenas si se disimulaba la ridiculización de los fundamentos neuropatológicos que habían caracterizado los estudios psiquiátricos durante la República. López Ibor y tantos otros a su estela reivindicaron, en cambio, una mayor entrega a la caridad por parte de los psiquiatras. Caridad cristiana, por supuesto, aunque ello no les impidiera aplicar tratamientos electroconvulsivos a homosexuales, o la inducción de crisis epilépticas a esquizofrénicos mediantes la pauta de Cardiazol.
Viene todo ello a cuento de la desopilante exposición de motivos de la proposición de Ley General de Salud Mental presentada el pasado 17 de septiembre por el Grupo Confederal de Unidas Podemos en la que, en referencia a la atención psiquiátrica en el Sistema Nacional de Salud, se puede leer: «… la atención es fragmentada, insuficiente, biologicista y centrada en la reducción sintomatológica». Previamente se nos ha ilustrado sobre la etiología de la enfermedad psiquiátrica. Atentos: «Otros factores culturales, como la difusión de discursos individualistas que ponen el foco en la autoexigencia y en la hiperresponsabilización individual, olvidando las causas y estructuras sociales, contribuyen a perfilar una sociedad del cansancio en la que las personas tornan en empresarias de sí mismas, como han diagnosticado algunos filósofos contemporáneos. Se configura así un contexto de malestar social que favorece la prevalencia de problemas de salud mental». El JAMA Psychiatry, el Annual Review of Clinical Psychology y otros journals de gran impacto pueden ir abriendo paso que han llegado Pablo Echenique y cols. para sentar cátedra.
La propuesta de ley tiene otras perlas retóricas y simbólicas que ya resultan familiares en este tipo de iniciativas legislativas. Se enumeran principios y derechos que o bien ya están establecidos con ese carácter general en la Constitución u otras normas del sistema jurídico, y más en concreto del Derecho sanitario, o bien cumplen la función del pavoneo en la virtud; o bien resultan sumamente controvertibles. ¿Cómo es posible que alguien haya pensado necesario incluir un artículo que reza que «todas las personas tienen derecho a una intervención en salud mental que las proteja de la iatrogenia» (artículo 16.1.)? «La equidad y el respeto a la dignidad, a la autonomía individual y a los derechos humanos han de estar presentes en toda atención prestada a las personas con problemas de salud mental» (artículo 3.c). ¿Quién podría estar en contra? «La participación activa de las personas afectadas por problemas de salud mental en la organización y provisión de los servicios de atención a la salud mental es un derecho y pilar indispensable para garantizar la mejora de los servicios y el respeto por los derechos humanos del colectivo», dice en cambio el artículo 3.g). ¿Ustedes creen que las personas afectadas, o sea los enfermos, aquejados de un problema cardiopulmonar tienen que participar activamente en la organización y provisión de las unidades de cardiología? ¿Y por qué formarían un «colectivo»? ¿Los «cardíacos»? Resulta grotesco aunque se comprende que hay que engordar el texto.
El presidente de la Sociedad Española de Psiquiatría, el Doctor Celso Arango, se quejaba amargamente en una entrevista radiofónica de que el término «cerebro» o «ciencia» no aparece en el proyecto ni una sola vez, aunque sí se consagra el compromiso del Estado: «… a potenciar la investigación en primera persona y la producción del conocimiento situado con base en la experiencia de las personas usuarias de los servicios de salud mental» (artículo 28.3). Del sintagma «derechos humanos» hay 26 ocurrencias. De los 39 artículos de los que consta la ley 13 son enunciaciones de derechos, entre los que se incluye el «derecho a la atención integral», al «uso de estrategias de decisiones anticipadas» o al «nombramiento de las Personas Referentes». Por supuesto el comodín «género» no tarda en comparecer aunque en esta ocasión hay que reconocer que se riza el rizo de manera espectacular. La ley dedica un precepto en particular a la «perspectiva de género e interseccional» y hay un capítulo específico consagrado a los derechos de las mujeres afectadas por problemas de salud mental, y al mencionar la necesidad de prevenir el suicidio se ha sido capaz de aludir a un informe de una conocida organización en defensa del colectivo LGTB que muestra el porcentaje de adolescentes lesbianas, gays y bisexuales que tienen ideaciones suicidas, pero del hecho mucho más inmediato, brutal y bruto de que de cada 4 suicidas 3 sean hombres no se dice ni mu. Una pirueta que ni Pinito del Oro.
Podría seguir con las musas pero debemos pasar al teatro, porque la norma, aunque impregnada del afán catequético de la ideologizada psiquiatría que señoreó en España durante las décadas posteriores al final de la Guerra Civil, tiene implicaciones prácticas, no desdeñables y muy preocupantes. Consecuencias que son en buena medida el producto de una revitalización chusca del movimiento «antipsiquiátrico» y del actual imperio del conocido como «modelo social» de la discapacidad (también mental) pero sobre todo del deliberado olvido de los fabulosos avances que ha experimentado la neuropsiquiatría y el tratamiento farmacológico de los trastornos mentales más severos desde los inicios de la década de los 50 del pasado siglo.
Las normas del proyecto transpiran una radical desconfianza hacia el tratamiento psiquiátrico y sus profesionales, como si vulneraran rutinariamente su deontología: ¿a qué viene establecer que «las personas medicadas con fármacos que deseen reducir su consumo o dejar de consumirlos tendrán derecho a un acompañamiento especializado por parte de profesionales sanitarios para la reducción progresiva de la medicación…»? (artículo 16.2.). ¿Debe ser una ley orgánica, y no una guía clínica elaborada por expertos, el instrumento para tasar los supuestos en los que un paciente podrá ser internado u hospitalizado contra su voluntad (artículo 34)? ¿Tienen alguna noticia de la realidad clínica quienes en este proyecto de ley sostienen que los centros deben tender a la eliminación de la «… contención mecánica y otras formas de coerción, farmacológicas o de otro tipo…» (artículo 33) o que los «proveedores de salud mental»(¿los médicos psiquiatras?) deberán desarrollar servicios y equipos de intervención en crisis libres de coerción y con «perspectiva comunitaria» (artículo 34)?
Es imposible evitar la sospecha de que quienes han propuesto esta ley y quienes la apoyan creen vivir aún en el contexto que propició el anticientificismo de los Vallejo Nágera, Marco Merenciano, Sarró etc., y los horrores del sanatorio del Dr. Esquerdo y otros manicomios que con tanta viveza narra el psiquiatra Carlos Castilla del Pino en su celebrada autobiografía Casa del Olivo. Lo malo es que tampoco es fácil despejar la creencia en que esos proponentes parecen añorar los tiempos en los que sus propósitos y pretensiones habrían tenido algún sentido. Hoy ya no lo tienen, y aunque con esta ley puedan paliar su frustración por haber llegado tarde y colmar su anhelo de ser foucaultianos por unas cuantas tardes de ruido y furia en el Parlamento, el precio a pagar será inaceptable: el perjuicio a los pacientes psiquiátricos y a sus familias.