THE OBJECTIVE
Eduardo Laporte

Fui yo quien te enseñó a beber

«Los libros de duelo, como todos los libros, son buenos si no caen en la complacencia»

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Fui yo quien te enseñó a beber

Robert Mathews | Unsplash

Uno de los libros quizá peor titulados que recuerdo fue Los libros arden mal, un tochazo de Manuel Rivas cuya lectura decliné por esa sentencia discutible y negativa. Arde este libro (Alrevés), en cambio, de Fernando Marías, constata y celebra, siendo celebrar algo no siempre precisamente alegre. No sé si los libros arden mal (yo diría que son pasto de las llamas sin remilgos), pero sí que un libro ardió en una ceremonia ígnea como ninguna. Me refiero a La luz prodigiosa (1990), la primera novela de Fernando Marías, aludida en la primera página de Arde este libro: «Te incineraron con una novela mía en las manos. Por eso escribo este libro».

Un amigo me señaló si no podía haber un narcisismo mal dirigido en esa primera frase. Yo. Mi libro. No lo creo. Al revés, como la editorial que lo envuelve, Marías se atreve con un libro de duelo que es más incómodo que el anterior libro de duelo que entregó a imprenta (La isla del padre’, Seix Barral, 2015), como anuncia también en esa primera página: «No será cómodo, ni limpio ni bonito». Entonces evocaba al padre, con esa expresión tan lograda de El Miedo Mutuo, para referirse a esa distancia infranqueable entre el padre marino y el hijo siempre hijo. O lo de «contar es cerrar», que bien valdría para esa historia de amor que tuvo muchos cierres en falso y que ni siquiera la incineración, con el libro en sus manos, logró cerrar del todo. «Mi padre no ha muerto. Absolutamente no», decía Battiato en una entrevista antigua. Quizá se escriba para que la muerte sea realmente tal. We never born, we never died, canta, también, Battiato en Testamento.

Los libros de duelo, como todos los libros, son buenos si no caen en la complacencia. No queremos estatuas ni panegíricos. Quizá un homenaje oblicuo, que salga del brillo que nace entre las luces y las sombras. El ataúd de papel, como llamaba Delphine de Vigan a este tipo de narraciones, no puede ser un ditirambo parcial. Y Marías lo sabe y a menudo se pregunta si tiene sentido mandar a la imprenta todo ese relato confesional en el que ella no puede defenderse. Claro que el texto no nace del sentimiento de venganza, ni mucho menos, sino quizá del latente deseo del propio Marías de ser incinerado, quién sabe, cuando llegue la hora, con él.

No es cómodo tampoco llevar a la publicidad de un artículo, breve y por fuerza ligero, lo que en un libro se busca como íntimo y hondo. Porque así he recibido este generoso libro de despedida que narra el declive de la que fue su pareja durante veinte años y de la responsabilidad en ese declive que tuvo el propio autor de ‘Arte este libro’. Como aquella tarde lejana, finales de los setenta, en la que Él convence a Ella para que abandone el saludable hábito de los cafés con leche y se adentre en el misterio del alcohol, en aras de encontrar una mayor complicidad. «Vale, un gin-tonic, uno solo, a ver cómo sabe con tanta burbuja». Una de las frases fundacionales de su vida, dice el autor. «También la peor».

Porque este libro de duelo, quizá el último como tal dentro del género, no solo aborda «el secreto para alcanzar la felicidad sencilla» que tenía Ella antes de la autodestrucción, como la relación con ese tercer elemento líquido. No tuvo tapujos Marías al abordar su particular —la suya, la de él (malditos sus)— relación con el alcohol en El mundo se acaba todos los días (2005). Según me contó el propio autor, un día se despertó en una mediana perdida en la periferia de no sabía ni qué ciudad y sintió que había tocado fondo. No bebería más. Pero ella sí bebió más. Las más de doscientas páginas de este libro ardiente se podrían resumir en estas dos frases:

«Te mató el alcohol y fui yo quien te enseñó a beber».

«Yo pude dejar de beber y tú no fuiste capaz: a estas dos líneas se reduce todo».

Y ahí está el nervio de este libro que arde bien. En por qué ella no fue capaz. ¿Valía menos que él? ¿Luchó menos? Quizá tengan que ver otro ramillete de palabras y que aluden a un trastorno, el límite de la personalidad o borderline, alteración de la conducta tan peligrosa y destructiva como poco conocida. La ausencia de un centro, de una base interior, que hace que todo se tambalee en todo momento. Que se busquen refugios efímeros, líquidos en este caso, para tratar de encontrar la calma de esa vida en permanente tormenta interior. «Cuando te conocí bebías café con leche a todas horas».

Bastó añadir burbujitas y ginebra para encontrar otro lenitivo a un trastorno que se ocultaba dentro, como solo sabe hacer el diablo. «El mayor truco del diablo fue hacernos creer que no existía», escuchamos al final de Sospechosos habituales.

Los buenos libros autobiográficos, y este lo es, nos dan claves de los demás en las que nos vemos también a nosotros. Como el peso de la culpa que también habría motivado la redacción de este libro ígneo. Pero nadie tiene culpa. Al contrario. Deja de andar sobre cáscaras de huevo se titulaba un libro que compré para intentar salir de una tormentosa relación con una persona aquejada de TLP.

Si Umbral inauguró, en plena eclosión de la literatura del sujeto, un tipo de literatura de duelo con su Mortal y rosa, Fernando Marías la clausura con su Arde este libro. Como arderemos nosotros y lo que nos pareció un día grave se disipará hasta quedar en nada.

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