La ciudad de los muertos
«Es una lección para supervivientes: nadie sabe lo que traerá el mañana»
Un año más, los vivos se acuerdan de los muertos; para los primeros es, también, un año menos. Será mañana, en ese Día de Difuntos de la tradición cristiana cuyos rituales han perdido fuerza ante el joven empuje de los disfraces de Halloween: hemos pasado del Don Juan televisado en blanco y negro al desfile de los zombis en nuestra propia calle. Da igual: el tiempo —ese amigo que se convierte en enemigo sin que apenas nos demos cuenta—hace pocas distinciones. Y las tumbas, aunque quizá menos que antes, siguen recibiendo visitas. Tras el daño causado por la pandemia, muchas de ellas son nuevas; hay dolores recientes y ausencias todavía demasiado presentes. Pero la conmemoración de los difuntos se ha privatizado y corresponde a cada uno de nosotros decidir si se acuerda de los suyos o dedica el día a otra cosa.
Por mi parte, conocí hace poco el lugar donde quisiera pasear cada Día de Difuntos: el Cémiterio dos Prazeres de Lisboa. ¡Mi amigo José Antonio Montano disculpará que haga una breve incursión en su territorio! Aunque he estado muchas veces en la esplendorosa capital vecina, nunca había visitado este lugar. Situado en el barrio de Ourique, alejado del centro pero relativamente cerca de la Asamblea de la República, el camposanto fue creado con urgencia tras el estallido de un brote de cólera en la ciudad allá por 1833. Su denominación es chocante y deriva del nombre de la finca donde se encuentra ubicado, pero tal vez haya en esa carambola algo de poesía: hablar de un «cementerio de los placeres» supone adherirse a un quietismo que entiende la vida como penalidad y la muerte como un descanso para ser disfrutado. Para eso hay que creer en la supervivencia del alma, claro, ya que la desaparición de la conciencia difícilmente vale como reposo alguno. La figuración encuentra aquí un límite que se manifiesta también en el cine: cuando hacemos un fundido a negro para representar subjetivamente la pérdida del conocimiento o la muerte de un personaje, el espectador ve la oscuridad, pues permanece consciente, cosa que no puede decirse de quien fuera de la sala sufre un desmayo o fallece a causa de un aneurisma fulminante.
Lo impresionante del Cementerio de los Placeres, por lo general frecuentado por apenas un puñado de visitantes, es que su interior apenas contiene tumbas ordinarias. Casi todo son criptas o mausoleos, en una cantidad que a la vista de los lotes numerados no baja de los 7000. La mayoría fueron construidos en algún momento del siglo XIX o en la primera mitad del XX, pero hay un puñado de tumbas que lucen un impecable diseño contemporáneo. A menudo, una puerta de cristal velada por un visillo permite ver en el interior ataúdes de distinto tamaño: se distingue fácilmente al adulto del niño. Alguno ha cedido a las décadas y se presenta abierto; la bolsa que contiene el cadáver da lugar a algún sobresalto. Hay mausoleos que agrupan a escritores, entre ellos Tabucchi o Cardoso Pires; la incorporación más reciente que encontré, brutal recordatorio del nuevo siglo, era una treintañera asesinada en la Sala Bataclan de París. En todo caso, el efecto general es sobrecogedor: la disposición ordenada de las calles del cementerio y la altura media de los mausoleos nos hace sentir que estamos visitando un pueblo que duerme la siesta del mediodía. Pero allí ya no vive nadie; solo los muertos. Y ellos ya no viven.
Diez minutos de paseo separan al cementerio de la última de las casas donde vivió el poeta Fernando Pessoa. Es allí, lugar en el que transcurrieron quince años de su vida, donde se ha creado un museo resultón en el que pueden verse su biblioteca y algunos objetos personales. Entre ellos, se encuentra la última línea que Pessoa llegó a escribir. Lo hizo en inglés, lengua que había aprendido durante su infancia en Durban: «I know not what tomorrow will bring». O sea: «No sé lo que traerá el mañana». El poeta había sido trasladado al Hospital de San Luis de los Franceses —en el Barrio Alto— el 29 de noviembre de 1935. Allí se le había diagnosticado un cólico hepático; su vida no parecía estar en riesgo. Pero la muerte llegó al día siguiente, seguramente a causa de la cirrosis que sufría este conocido amigo del aguardiente. Su frase final, que podría ser la primera línea de un poema, refleja incertidumbre y acaso también sospecha. Es una amarga lección para supervivientes: nadie sabe lo que traerá el mañana. ¡Quizá la muerte! Yo no conozco mayor estímulo para la vida.