De las cartas al director a los comentarios de no se sabe quién
«Hemos regalado a las redes, además de muchos de nuestros contenidos, nuestra capacidad de relación con el lector, con lo que eso conlleva»
John Oakes, responsable de las páginas editoriales del New York Times entre 1961 y 1976, debería ser una referencia para los actuales jefes de opinión. A él debemos la transformación de su sección en la «Dama gris», que serviría de modelo durante décadas para periódicos de todo el mundo. Su intención era reducir las columnas del propio rotativo para ofrecer espacio a las voces ajenas, preferiblemente de no periodistas. Y, muy en especial, para dar entidad a las cartas al director, «con la intención de ofrecer la oportunidad de expresarse en el Times a pareceres ajenos a la cabecera».
Cuenta Ruth Adler, en el clásico Un día en la vida de The New York Times, que Oakes estaba abrumado por los muchos pareceres y protestas que le transmitían desde diferentes ámbitos. Solía zanjar los reproches de forma lacónica: «Escribe una carta al editor». Frase que, por cierto, se ha repetido una y otra vez en todas las redacciones para quitarse el problema de encima. Los lectores del Times atendían la sugerencia a razón de 30.000 epístolas por año.
Oakes definía la sección de cartas como «un intercambio de opiniones informadas, un vehículo para un debate serio sobre asuntos públicos». Las cartas seleccionadas para su publicación obedecían, generalmente, a un criterio de proporcionalidad entre los pros y los contras del asunto tratado. Eso sí, siempre se daba prioridad a aquellos debates controvertidos en los que el periódico había adoptado una postura contundente. Consideraba importante dar voz a las opiniones que diferían de la línea editorial del Times, lo que, a su acertado parecer, enriquecía el periódico. Su interés por la opinión de los lectores era tal que, según relata Adler, a la hora de distribuir el espacio de su sección, primero colocaba las cartas y, en torno a ellas, iba ubicando los diferentes artículos o columnas en el espacio que quedaba disponible.
Con la transformación de la prensa, de analógica a digital, ha surgido en la profesión un irracional rechazo a las lecciones que la historia del periodismo ofrece. Da la impresión de que se hubiera trazado una línea infranqueable entre el periodismo de antes y el periodismo de ahora. Hay auténtico terror ya no a ser ‘viejuno’, sino a parecerlo. Se ignora que el cambio de envoltorio no debe conllevar ni un deterioro, ni un perjuicio, ni un desprecio por el contenido de ese paquete bien envuelto que seguimos llamando, a falta de un nombre más preciso, diario o periódico pese a que ya no tenga periodicidad.
Las cartas al director hoy son un elemento residual en la prensa. Tal vez, para actualizarnos, deberíamos cambiar el nombre por el de e-mails al director o mensajes a la redacción. En los periódicos de papel, se arrinconan, casi como un recurso para encajar las columnas o artículos. Cuando las tribunas son demasiado largas, ni siquiera tienen cabida. «Dame unas cartas para calzar el artículo» es una expresión que se repite con frecuencia. Es verdad que entre los mensajes que llegan es difícil encontrar mirlos blancos, pero no por eso hay que despreciarlos. No hace tanto, se encargaba al becario escarbar en una inmensa carpeta de misivas grapadas a sus sobres en busca de cartas que no fueran repetitivas o insultantes y que aportaran algún punto de vista interesante a los debates abiertos. Cuando no encontraba algo digno de ser publicado, el propio becario escribía las cartas.
En los digitales, se han sustituido las cartas por los comentarios, por lo general mucho menos interesantes y edificantes. La misma palabra lo dice. Una carta exige reposo a la hora de ser escrita. Un comentario, en cambio, se escribe en caliente, normalmente provocado por el fragor de la indignación. Se filtran para evitar exabruptos o infamias, pero no se editan: ni se seleccionan, ni se corrigen. Aportan tan poco que algunos medios las sustituyen por valoraciones en forma de estrellas o pulgares hacia arriba o hacia abajo. Otros, directamente, han optado por eliminarlos.
Hay una figura que vivió su esplendor hace décadas y que ahora resultaría de gran ayuda en los diarios digitales. Se trata del ombudsman o defensor del lector. Hoy son ya pocos los medios que disponen de esa figura. Y en los digitales, que se sepa, ni siquiera se han planteado incorporar tal función. Tiene problemas, es cierto. No está la economía de los medios para, además de ingenieros, seos, curators, community managers y tantos otros, sumar a sus equipos a alguien de esas características. Es difícil encontrar esa figura independiente que defienda al lector de la redacción y de la empresa. Por si estos fueran pocos motivos, resulta un incordio difícil de asumir en estos tiempos acelerados.
El resultado es que paradójicamente la relación del diario con el lector es hoy, cuando la interacción resulta más fácil que nunca, poco fluida. Ya no quedan más procedimientos para recibir el feedback de los lectores –y no digamos para darles voz– que las estadísticas de clics que recibe cada noticia o artículo, o las que determinan el tiempo de lectura.
Bueno, sí, en puridad, queda otra vía de comunicación, que es igual para todos, pero ajena a los propios medios. Y, sobre todo, es tan poco fiable como distorsionadora: la repercusión en las redes sociales.
Haber dejado la interacción del lector con el medio en manos de las redes sociales acarrea no pocos problemas. Llevamos el debate sobre nuestras opiniones o informaciones fuera de nuestro territorio, y se lo ofrecemos gratis a los grandes monstruos de Internet. Además, el diálogo ya no se produce con la cabecera, sino directamente con el periodista. Y, en las redes, el periodista evita a menudo representar al medio para el que trabaja –«las opiniones son solo mías» o «no me represento más que a mí mismo» se suele leer en los perfiles-, arrebatando así el protagonismo a su mancheta.
La principal razón por las que los usuarios recurrimos cada vez más a las redes es muy simple: se nos hace más caso. Sólo hace falta ver la profusión de quejas y reclamaciones en las redes. Las empresas temen que airear sus errores en público dañe su imagen y responden de inmediato. El usuario sabe que su reclamación sobre una línea telefónica, un billete de tren o un deficiente servicio en un restaurante se solucionará en el instante si se denuncia en las redes, mientras que recurrir a la hoja de reclamaciones o al teléfono de atención al cliente caerá en vía muerta.
Lo mismo nos ocurre a los medios. Hemos regalado a las redes, además de muchos de nuestros contenidos, nuestra capacidad de relación con el lector, con lo que eso conlleva. Hemos canjeado el «intercambio de opiniones informadas», del que nos hablaba John Oakes, por la algarabía de Twitter. O por «la magnificación del odio y la desinformación para generar más ingresos» que practica Facebook, según hemos sabido recientemente.
No seré yo el que defienda una vuelta a las cartas al director en una época en la que la correspondencia –magnifica palabra- ha caído en desuso. Pero tal vez debiéramos recuperar el espíritu de aquellas cartas, de aquel exponer opiniones ajenas, de aquel abrir los periódicos al debate. Podríamos empezar por darle voz al lector en nuestra cabecera, más allá de los likes, los rankings de noticias más comentadas o las tan poco fiables encuestas de Internet. Y, sobre todo, lo más lejos posible del tótum revolútum de las redes sociales.