Traidores
«Al traicionar los valores excluyentes de la tribu, aquellos jóvenes descubren el valor de la ley, el peso de la justicia y la verdad de la democracia. A su defensa se aplicaron, con riesgo incluso de sus propias vidas y las de sus familias»
Que la película Traidores de Jon Viar no haya sido ni siquiera seleccionada para competir en los premios Goya no puede sorprender a nadie que siga con cierto interés entomológico las delirantes peripecias de nuestra industria cinematográfica. Podemos imaginar varias razones para ello. La primera podría ser de índole meramente estética. En una parafernalia tan profundamente banal como es la ceremonia de los premios del llamado cine español (única esfera, al parecer, en donde está permitido sin connotaciones negativas el adjetivo de pertenencia), y en la que abundan además los productos de ínfima calidad, una obra que versa básicamente sobre la memoria y la verdad constituiría más que nada una escandalosa incongruencia. La segunda razón es estrictamente política: un colectivo que, como el de «nuestro» cine, si por algo se destacó en la reacción de la sociedad española frente al terrorismo de ETA, fue precisamente por no estar ni esperársele, podría verse interpelado en su improbable conciencia moral por una película que habla de personas que se jugaron literalmente la vida por la democracia.
Traidores es, en efecto, un documental que, de forma paradójica, trata sobre la lealtad y la decencia, entendida esta última en el sentido de virtud moral primordial, al modo como la defiende Orwell, por ejemplo, en gran parte de su obra. Lo que llamamos decencia no es sino un conjunto de valores sobre el bien que están asumidos sin mayores problemas por el hombre común: por ejemplo, que matar está mal. Los protagonistas de la película son un grupo de jóvenes que constituyeron las primeras hornadas de ETA y que, ya desde su vejez, reflexionan sobre las razones que les llevaron a integrarse primero en la banda y los motivos que les impulsaron a abandonarla poco después. Todos ellos padecieron los rigores de las cárceles franquistas y todos ellos, a pesar de que procedían de entornos plenamente identificados con los mitos ancestrales del nacionalismo, tuvieron la valentía, pero sobre todo la lucidez de romper, no ya con la banda terrorista, sino, lo que es mucho más importante, con los valores y principios que les habían inculcado sus mayores. Tal vez esta sea una de las virtualidades más destacables de la película: su objetivo principal no es el terrorismo de ETA, aunque este naturalmente esté presente todo el tiempo, sino la ideología que de la que bebe y que le otorga legitimidad social: el nacionalismo.
No es casual que el personaje principal, Iñaki Viar, padre del director del film, haya ejercido a lo largo de su vida como psiquiatra de corte lacaniano: la idea de matar al padre, materialización por antonomasia de todas las mitologías genealógicas, sobrevuela toda la película. El propio Viar afirma en cierto momento que la militancia en el imaginario nacionalista, con sus consecuencias extremas en el ejercicio del terrorismo, no era sino «una forma de honrar al padre, una forma de narcisismo familiar». Es precisamente en la cárcel, en contacto con otros represaliados del resto España, en donde Iñaki comprende que había vivido engañado, «porque la idea de que yo era diferente al resto de los españoles, como me habían transmitido en el discurso familiar y en el contexto en que viví, era absolutamente estúpida y que ‘distintos’ o ‘diferentes’ es el nombre elegante de la xenofobia». Es exactamente lo que proclamaba Jon Juaristi, otro de los componentes de este grupo de heroicos desertores de la barbarie, en uno de sus poemas más célebres: «Te preguntas, viajero, por qué hemos muerto jóvenes y por qué hemos matado tan estúpidamente. Nuestros padres mintieron: eso es todo».
En su libro Vicios Ordinarios, la filósofa política Judith N. Shlkar le dedica un capítulo entero a la traición. Al igual que con los otros vicios de los que se ocupa (la crueldad, la hipocresía, el esnobismo, la misantropía), Shlkar va persiguiendo las ramificaciones morales y políticas de la traición, así como las consecuencias, a menudo paradójicas, que de ellas se derivan. No por casualidad, el capítulo se titula «Las ambigüedades de la traición». ¿Es lo mismo la traición en la esfera privada que en la pública? ¿Constituye la misma abominación traicionar a una democracia que a una dictadura? Una de las características más atractivas de esta pensadora de raigambre estrictamente aristotélica es que raramente pontifica, salvo contra los pontificadores mismos. «¿Quién va a condenar – nos dice – al ciudadano soviético que cierra su puerta y su corazón al disidente que una vez fue su amigo? El miedo público, incluso más que las circunstancias personales, nos hace traidores; y ello también nos excusa, porque el peligro nos emplaza a cuidar de nosotros mismos y de nuestras familias. El heroísmo es muy raro y nadie está obligado a elevarse a esas alturas».
No obstante, hay veces en las que el heroísmo se encuentra precisamente en la traición, en la deserción de la infamia, sobre todo si esta incluye dinámicas políticas y sociales que conducen inexorablemente a la sumisión y al asesinato. En un determinado momento de la película, el padre del director exclama: «Aquí todo el mundo calló, todos callamos». Por eso, para Iñaki Viar, la única forma de encontrar la política, en un mundo asfixiado por lealtades puramente tribales, era convertirse en un traidor. Al traicionar los valores excluyentes de la tribu, aquellos jóvenes descubren el valor de la ley, el peso de la justicia y la verdad de la democracia. A su defensa se aplicaron, con riesgo incluso de sus propias vidas y las de sus familias.
No obstante, Shlkar también afirma que «las repúblicas, y en especial las democracias liberales, dependen de la confianza mutua de los gobiernos y sus ciudadanos, hasta un grado insólito. Las amenazas a la constitución establecida, aun cuando en esta empresa no participe ningún Estado extranjero, son consideradas, por tanto, como ataques a cada relación política establecida y a cada acuerdo social». Tal vez sea precisamente por esto último por lo que la película de Viar sea tan oportuna, porque, desde dichos parámetros, ¿quién sería hoy día el traidor? ¿Aquellos que abjuraron del terror y abrazaron el compromiso con la libertad y la democracia o quienes, teniendo la obligación de defender estos bienes desde el Gobierno de la Nación, se alían con una gente que, como ha declarado el propio director de la película, «cree que tiene el derecho a levantar una frontera étnica» a partir de principios intrínsecamente xenófobos y racistas? Pero hay más: al optar por los herederos de los asesinos y su instrumentalización política del perdón («aunque no hayan usado expresamente esa palabra», según un periódico oficial) ¿no estarían siendo doblemente humilladas las víctimas? La película de Viar nos habla, en efecto, de traidores, pero no son los que aparecen en la pantalla.