THE OBJECTIVE
Juan Manuel Bellver

Leyendas y misterios de la ensaladilla rusa

«La mejor ensaladilla de Madrid se come en un hospital. ¿Pueden creerlo?»

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Leyendas y misterios de la ensaladilla rusa

La mejor ensaladilla de Madrid se come en un hospital. ¿Pueden creerlo? Pues este es el resultado del certamen que ha organizado esta semana la Asociación de Cocineros y Reposteros (ACYRE) para premiar la más suculenta interpretación de dicho plato icónico en vísperas del Día Internacional de la Ensaladilla Rusa, que se celebra desde 2018 en nuestro país, cada 14 de noviembre, para conmemorar el fallecimiento del chef belga Lucien Olivier (1838-1883). Pero vayamos por partes…

La cocinera que ha triunfado en la última edición de dicho concurso se llama Xandra Luque y oficia en la Clínica Universidad de Navarra, donde su interpretación, elaborada con patata pochada a fuego lento, escabeche de bonito al vinagre de manzana, huevos camperos y una esferificación de aceituna verde manzanilla es capaz –a decir de quien la ha probado–, si no de curar muchos males, sí de hacerlos más llevaderos. Enhorabuena a ella y a los pacientes que disfrutan de sus cuidados culinarios.

En cuanto a Olivier, al parecer hizo célebre este plato a partir de 1860 en su restaurante moscovita L’Ermitage, aunque aquella receta distaba mucho de la que triunfa actualmente en la piel de toro. Para colmo, ni siquiera es su creador original, como atestigua cualquier hemeroteca gastronómica. Sin embargo, a él debemos su popularización, primero en la Rusia zarista y luego, tras la revolución de los soviets, en toda Europa.

El glamuroso L’Ermitage estaba situado en un palacete del bulevar Petrovsky, no muy lejos de donde se halla hoy el flamante dos estrellas Michelin Twins Garden. Allí acudían las élites intelectuales y nobiliarias de la época para darse atracones de alta cocina afrancesada, servidos por camareros disfrazados de mujiks. Pronto la mayonesa de caza se convirtió en el bocado estrella de la casa, convenientemente rebautizado más tarde como ensaladilla Olivier, siendo copiado hasta la saciedad por sus competidores a orillas del río Moscova.

La ensaladilla, escribió Néstor Luján en El ritual del aperitivo (1995), «es una muestra del gusto que siempre tuvieron los rusos por tomar platos fríos, incluso en invierno». Una tendencia que se da igualmente en nuestro país, ya que muchas casas celtíberas que tienen este plato como santo y seña no se despegan de él aunque nieve o corran pingüinos por el asfalto.

En los tiempos de Olivier, según explicaba Sacha Hormaechea en el programa radiofónico de Carlos Santos No es un día cualquiera (RNE), su elaboración incluía las más diversas carnes curadas, poca patata, bastantes encurtidos y una salsa que el maestro elaboraba a solas, encerrado en el cuarto frío de la cocina, para que nadie le copiara la fórmula. ¡Menudo tipo desconfiado!

Salsa secreta

Según Ana Vega Bizcayenne, dicho aderezo misterioso bien podría llevar aceite de oliva, huevo, vinagre de estragón, mostaza y salsa Mogul: un condimento de color oscuro y sabor intenso parecido a la soja o a la Worcestershire sauce. Pero no hay certeza de ello, puesto que el chef belga se llevó a la tumba su secreto. Al margen de este moje que ya nadie podrá reproducir, el principal mérito coquinario del astuto Olivier fue reivindicar en los confines del Viejo Continente la gran tradición europea de las ensaladas frías de carne, hortalizas y mayonesa –preparadas habitualmente con las sobras del día anterior–, y una en concreto que ya figuraba en el recetario Le pâtissier royal parisien (1815), del legendario Antonin Carême.

Si aquella sencilla salade parisienne de Carême, con base de patata, zanahoria, remolacha, guisantes y champiñones, se nos antoja la antecesora más probable de la sofisticada ensaladilla Olivier –y, por ende, de la rusa–, tampoco hay que desdeñar esa requintada Russian salad que aparece en el capítulo de Entremeses con huevo del manual The Modern Cook (1845) de Charles Elmé Francatelli: un cocinero anglo-italiano que estuvo al servicio de la reina Victoria y en cuya adaptación cabía casi de todo, desde anchoas hasta aceitunas rellenas, pasando por la sempiterna langosta, cangrejo, gambas, atún, alcaparras francesas y mayonesa con coral de marisco.

Después, hay menciones a la salade russe o ensalada rusa en La cuisine classique (1856) de Urbain Dubois; La cocina moderna, según la escuela francesa y española (1861), de Mariano Muñoz; el Diccionario general de cocina (1892), de Ángel Muro o La cocina práctica (1905), de Manuel Puga y Parga. En todas ellas se considera imperativo agregar ingredientes de ringorrango como cola de langosta, camarones, pechuga de perdiz, esturión, salmón ahumado o caviar. Eran los modos y las modas de la Belle Époque. ¡Figúrense!

Hasta que Emilia Pardo Bazán no publica La cocina española moderna (1917), el plato de marras no pierde su vocación aristocrática. Y es que la condesa novelista, además de referirse a la receta clásica –con todo su boato–, propone de seguido una preparación de ensalada rusa casera a base de zanahoria, patata, remolacha, judías verdes, alcachofitas, guisantes tiernos y huevo duro, «que es la que más se ve en las mesas, ya que la anterior pocas veces aparece». España se hallaba inmersa en la crisis de la Restauración y faltaban apenas seis años para el golpe de Estado de Primo de Rivera que dio paso a la dictadura previa a la Segunda República. Así que ni siquiera la pretenciosa burguesía emergente tenía el cuerpo (y el bolsillo) para ensaladas con langosta.

Un manjar frío y popular

Aquella receta de doña Emilia es sin duda lo más aproximado al término de ensaladilla que conocemos actualmente y que la RAE decidió admitir en 1936, en su Diccionario de la Lengua Española, definiéndolo como «manjar frío semejante a la ensalada rusa». «Así que podemos deducir que en esa época todavía había variantes de lujo y de barrio. La Guerra Civil y el racionamiento acabaron con la categoría superior y, desde entonces, comemos en España la misma ensaladilla, con un poco de atún o bonito para alegrar el plato», apunta Ana Vega.

Efectivamente, aquel entrante de concepción carísima se tornó en poco tiempo una preparación popular, sin perder un ápice de su magia, y el añorado Caius Apicius achacaba dicha evolución, en un viejo artículo, a la necesaria adaptación de la receta a la realidad de la posguerra. Una teoría con mucho fundamento.

En la piel de toro, a partir de los años 40, este bocado llegó a ser anunciado en algunos mesones puntillosos como ensaladilla nacional. Cuestión de no provocar o no despertar sospechas. Además, se adoptó como norma inquebrantable la presencia de patatas, guisantes, judías verdes y zanahorias cocidas (siempre en dados pequeños), al lado de un buen atún escabechado, un huevo duro y la esencial mayonesa. Aceitunas, pimientos morrones, gambas hervidas y otros añadidos barrocos se volvieron perfectamente prescindibles y dependen hoy del capricho del cocinero.

«Para cada uno, como ocurre con la tortilla, la mejor es la de su madre o la de su abuela, aquella cuyo gusto pervive agazapado en un rincón de la memoria», comentan José Carlos Capel, Julia Pérez y Federico Oldenburg en el libro 101 experiencias gastronómicas que disfrutar antes de morir (2010). Como buen fan de (casi) todos los condumios populares, he recorrido durante lustros los barrios de Madrid y bastantes rincones de la geografía española en busca de mis favoritas.

Cada vez que encontraba una tasca ilustrada que la proponía en su carta, no podía resistir la tentación de ordenarla. Y he encontrado muchas buenas versiones, no sólo en la Villa y Corte, sino en provincias como Sevilla, Málaga o Cádiz que han hecho de este bocado una verdadera religión. Pero también no pocas preparaciones grumosas o –peor aún– alambicadas, prueba irrefutable de que, en esta como en tantas otras disciplinas, la consigna de menos es más tiene para mí valor de ley. Otrosí: no por agregar muchos elementos atractivos a la mezcla mejora el resultado final.

Los mandamientos del ODER 

Por este motivo soy devoto de los estrictos mandamientos que ha publicado en su web el Observatorio de la Ensaladilla Rusa (ODER), el mismo colectivo sevillano que viene promoviendo desde hace unos años este Día Mundial de la Ensaladilla Rusa, tan necesario para reivindicar un manjar entrañable y 100% castizo, que procede más ingerir al ritmo del pasodoble Suspiros de España que del Kalinka de Iván Petróvich Lariónov en la versión del Coro del Ejército Rojo.

«Como todo buen manjar, la ensaladilla rusa tiene sus formas. En los últimos tiempos se ha detectado una manía absolutamente sancionable: servir la ensaladilla con el aparatito que se utiliza en las heladerías para colocar las bolas de helado encima del cono. ¡Es innecesario!», proclama esta asociación impulsada por los simpáticos gastrónomos hispalenses Antonio Casado y Pepelu Moreno. Y no le falta razón.

«Años de investigación sobre sus raíces nos llevaron a localizar aquellos ingredientes que forman la ensaladilla perfecta, pero también todos esos que contribuyen a desvirtuar el aspecto y el sabor del manjar», apunta igualmente el ODER. «A continuación se detallan lo que no debe llegar nunca una buena ensaladilla rusa: aceitunas, pepinillos, alcaparras, cebollitas, zanahoria cruda rallada, remolacha, palitos de cangrejo, boquerones en vinagre, cebolla fresca, sucedáneo de caviar, huevas de salmón, palmitos, maíz, perejil, cebollino, brotes, lechuga, jamón cocido, salchichas, cortezas de cerdo, kétchup, salsa rosa, mayonesa de colores, tomate crudo, reducción de vinagre de Módena, salmón ahumado, aguacate, pimentón, pulpo, pimiento verde y rojo –el morrón está aceptado–, cabezas de gambas, huevo hilado, rábanos, salsa alioli, wassabi, patatas fritas, pepino, yuca, naranja, pétalos de flores, semillas de amapola, anguila ahumada, nachos, anchoas, cebolla caramelizada, mostaza, papas moradas, granada, pescado crudo, cucurucho de galleta…».

¡Qué grandes Antonio Casado y sus compinches de francachelas! Esa enumeración tan exhaustiva de alimentos proscritos tiene su razón de ser –no cabe la menor duda– en cientos de experiencias fallidas con versiones creativas de auténtica pesadilla. No saben cuánto me identifico con ellos… «Nuestro equipo de investigación ha trabajado mucho hasta dar con la ensaladilla rusa que, consuetudinariamente, se considera perfecta. Ésta no tiene estridencias formales ni ingredientes extraños. Se basa en la pureza y la exaltación que surge al mezclar elementos simples que, unidos, dan lugar a un manjar sin parangón, uno de los platos más universales de la gastronomía española, al mismo nivel que la paella o la tortilla», prosiguen.

El maridaje perfecto

También se aventura el Observatorio a proporcionar consejos sobre acompañamiento líquido, un capítulo en el que disiento un poco de su criterio, puesto que el «maridaje perfecto con cerveza helada» me resulta un tanto vago, igual que sugerir como vinos blancos idóneos el rioja, albariño o ribeiro, sin establecer distingos. Desde luego, coincido con ellos en que «los blancos afrutados no son recomendables, ni tampoco vino tintos o refrescos». Luego, para gustos están los colores. Yo, por mi lado, prefiero en este caso un godello a un albariño –frecuentemente demasiado ácido–, no desdeño un espumoso con carácter y adoro el emparejamiento con manzanilla de Sanlúcar o con un fino del Puerto de Santa María.

En cuanto a mis versiones favoritas, tengo devoción por las de Donald y Becerrita (Sevilla), Tapas 24 y Bar Alegría (Barcelona), Rafa, SammEl Quinto Vino y La Taberna de Pedro (Madrid), La Cosmopolita y Chinchín Puerto (Málaga). Este último establecimiento, por cierto, fue el ganador del último Campeonato Nacional de Ensaladilla Rusa que se celebra cada año por estas fechas en el marco de la cumbre San Sebastián Gastronomika. El próximo martes 16 tendrá lugar la cuarta edición y veremos quién es el nuevo rey del género.

Sobre cuál es la mejor escolta panera, no cabe duda de que picos, colines, rosquillas (saladas) y regañás son una pareja imbatible, en la mejor tradición andaluza. Pero yo tampoco desconsejo unos grisini italianos, un pan carasau sardo, un buen pan de cristal tostado o un panecillo caliente como el que servían, recién sacado del horno, en el añorado Korynto de la madrileña calle Preciados.

Por último, una dirección secreta que es mi debilidad: Socaire en la Playa de La Barrosa (Chiclana de la Frontera, Cádiz). En este sencillo bar costero sirven una de las ensaladillas más adictivas que he probado nunca y que incluye algún ingrediente contra natura, de esos que escandalizarían al Observatorio. Pero prometí al dueño no revelar jamás la receta, así que les dejo con el misterio. Otro más, en la historia inverosímil de este platillo fascinante. ¡Que ustedes lo disfruten!

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