El miedo al presente enfría el clima futuro
«El miedo a la falta de suministro energético es infinitamente más terrorífico que cualquier publicitado temor a un futuro calentamiento global»
Les sonará. El viernes 12 a las seis de la tarde debió haber concluido la cumbre del clima, la COP26 de Glasgow. Pero todos los esfuerzos desplegados para suavizar discretamente los compromisos climáticos del comunicado final resultaron insuficientes. Hacía falta un día más, y un mayor empeño en el lenguaje de la ambigüedad, para que el sábado, al filo de las nueve de la noche, se anunciara el acuerdo final.
Los primeros cables de agencias tras la firma destacaban que el texto definitivo eliminaba cualquier exigencia de abandono del carbón y aceptaba mantener los subsidios a los combustibles fósiles. A cambio, en lo que solo son declaraciones de bondadosos deseos de futuro climático, se enfatizan los llamamientos a limitar a 1,5 grados el incremento de temperatura global del Planeta para este siglo. Pues muy bien.
No habrá «eliminación progresiva» del uso del carbón o de las ayudas a los combustibles fósiles, sino solo «reducción progresiva». Y la colaboración de los países ricos para financiar la descarbonización de los menos ricos –que impulsan su desarrollo con el mismo motor que hemos usado todos desde la Revolución Industrial, es decir, los combustibles fósiles– queda también en una «doble» declaración de bondadosas intenciones.
Es, como mínimo, comprensible. La COP26 estaba prevista para 2020. Se ha celebrado en 2021 porque el año pasado todo estaba cerrado por la pandemia. Y ahora, aunque la recuperación esté ya en marcha -a velocidades variables y con diversos frenos provocados por diferentes cuellos de botella- hay motivos sobrados para tomarse con toda la frialdad del mundo los acalorados llamamientos a enfriar, ya y como sea, el Planeta.
El miedo a la falta de suministro energético, aquí y ahora, es infinitamente más terrorífico que cualquier publicitado temor a un futuro calentamiento global.
Lo urgente hoy, para todo el mundo, es superar el frenazo económico que acompañó al confinamiento por el covid, recuperar cuanto antes los niveles de prosperidad prepandemia y conjurar el riesgo de una nueva y más grave crisis económica, causada esta vez por problemas de suministro de materias primas, entre las que destaca -de forma muy preocupante- la energía.
El miedo a la falta de suministro energético, aquí y ahora, es infinitamente más terrorífico que cualquier publicitado temor a un futuro calentamiento global.
Por decirlo con toda crudeza, mientras en Glasgow -quizá con la compañía de un buen whisky escocés- las delegaciones contemplaban la enorme flexibilidad de las palabras -desparramadas en redacciones rimbombantes- para eludir cualquier compromiso concreto, en la frontera de Polonia con Bielorrusia las amenazas ignoran toda la cimbreante retórica de las declaraciones de cumbres mundiales.
En esa frontera este de Europa se libra desde hace días el inicio de una guerra híbrida que incluye una amenaza de enfriamiento -muy concreto, palpable y domiciliario- por la llegada de gas a Europa para encender la calefacción este invierno.
La primera fase de la guerra híbrida utiliza como munición a emigrantes (no bielorrusos, sino mayoritariamente kurdos iraquíes y sirios) traídos por el régimen de Aleksandr Lukashenko en vuelo desde Bagdad. Llevan días siendo empujados como proyectiles humanos contra la frontera de Polonia, uno de los socios hoy menos queridos por el consenso de la UE. Esa promovida crisis migratoria es solo el aperitivo. El plato fuerte, con el que amenaza Lukashenko, es la entrada de gas ruso por esa frontera para calentar (o enfriar inopinadamente) Europa en estos meses de invierno. Y también para generar la electricidad con la que nos alumbramos.
Lo de Glasgow es una estupenda agenda de beatífico futuro, pero hoy tenemos otras urgencias
De todos los cuellos de botella que están dificultando la recuperación postpandemia el más grave es el que afecta al suministro de energía y, de forma muy singular, al gas. Y sí, el gas es un combustible fósil, aunque no sea el más contaminante. Con Putin detrás, Lukashenko conoce bien la dimensión de su amenaza a Europa. En definitiva, lo de Glasgow es una estupenda agenda de beatífico futuro, pero hoy tenemos otras urgencias.
Por cierto, resulta verdaderamente sorprendente que, entre todos los adalides de tomar todas las medidas imaginables para reducir la temperatura global del Planeta, nadie haya reparado en cómo dar las gracias a los habitantes de La Palma. Son los damnificados directos por la erupción del Cumbre Vieja. Como tales, merecen beneficiarse de cualquier rendimiento que el volcán ofrezca. Y está demostrado que las erupciones volcánicas colaboran al enfriamiento temporal del Planeta.
Se van a cumplir dos meses desde que empezó la erupción en La Palma. Es bien conocido que el principal gas que emiten los volcanes es el dióxido de azufre y que, combinado con el vapor de agua de la atmósfera, forma unos aerosoles sulfúricos que actúan como minúsculos espejos de la luz solar: reflejan la radiación hacia el espacio, y frenan la llegada de luz y calor a la superficie de la tierra.
Cuanto más tiempo dure la erupción de un volcán y, sobre todo, cuanto más explosiva sea ésta, mayor es el impacto que esos aerosoles de azufre pueden tener sobre el clima. El motivo es que cuanto más explosivas sean esas erupciones mayor será la altura que alcancen los gases de azufre que lanzan, y es en las capas altas de la atmósfera terrestre (en la estratosfera) donde se alojan y mueven -alrededor del Planeta- esos aerosoles cristalizados de ácido sulfúrico.
Sorprende que, dos meses y miles de horas de televisión después, aún no conozcamos los estudios que se estarán realizando sobre el probable impacto en el clima (en forma de enfriamiento) que puede tener el Cumbre Vieja. Por ejemplo, está medido que la erupción del monte Pinatubo, en 1991, tuvo una apreciable influencia en el clima durante una década. Y es célebre el «año sin verano», en 1816, que siguió a la explosión del volcán Tambora en 1815 en la isla indonesia de Sumbawa.
Quizá, quien sabe, los objetivos de enfriamiento que no han conseguido los negociadores de la COP26 en Glasgow nos los vayan a regalar nuestros compatriotas canarios. Como mínimo, habría que darles las gracias.