Otegi no puede pedir perdón
«Abundante de solemnidad, pero escasa de penitencia, la declaración de Otegi en el palacio de Aiete se hizo de mercancía anacrónica»
El terrorismo no funciona. Desde hace décadas los estudios académicos demuestran que la inmensa mayoría de las organizaciones terroristas colapsan sin lograr sus objetivos últimos o desaparecen solitarias envueltas en discursos autoexplicativos para disimular frustración y rabia. Siendo así, cabe preguntar ¿por qué no desaparece el terrorismo? Si la tasa de éxito es marginal, ¿por qué se sigue empleando violencia terrorista como instrumento para alcanzar bienes políticos?
Los historiadores y politólogos que se han hecho estas preguntas ofrecen respuestas para todos los gustos. La más interesante rompe con la sabiduría común: estas bandas no quieren alcanzar sus metas, sino crear las condiciones sociales y políticas que las hagan inevitables en el futuro. Dicho de otro modo, no pretenden coger los frutos del árbol de la victoria, sino sembrarlo.
Este espíritu de predecesores del cielo en la tierra es evidente en las palabras de ETA, pero también en su actuación. La banda eliminó 853 «enemigos» y «traidores», hiriendo a más de 2.600 y desterrando a otros miles. Desde el altar de su vanguardia armada, puso en marcha una constelación de grupos y movimientos que ocuparon el espacio público vasco para azuzar a los creyentes, convertir a los tibios y silenciar a los apóstatas y los ateos. Impuso una espiral de silencio que obstaculizó la convivencia en una sociedad que se quiere diversa, moderna y democrática. En resumen, alzó una frontera étnica, cuidando de los puros y borrando los impuros. Más que forzar la independencia de Euskadi, luchó por una transformación demográfica que con el tiempo la hiciera realidad.
Esta es la herencia recibida con sentido de misión por la izquierda abertzale. Lo dicen los propios. En el 2009, el dirigente de Batasuna Rufi Etxeberria dijo que era «tiempo de recoger el fruto de largos años de lucha, y no para dejarlo perder». Por su parte, en 2018, en la última entrevista que concedió, el comité ejecutivo de la banda se hizo eco del deseo de continuidad: «ETA sembró la semilla de la izquierda abertzale, y durante todos estos años ETA ha compartido los objetivos políticos y la lucha por lograrlos de las demás organizaciones de la izquierda abertzale»; «al día de hoy, la izquierda independentista es quien representa el proyecto político de ETA y creemos que esos instrumentos organizativos son mucho más eficaces para afrontar los desafíos del futuro». El Todo es ETA, que hoy tanto molesta al abertzalismo, no pareció molestarle a la banda.
Resulta claro que el final de la violencia no se produjo por reflexiones morales o nuevas asunciones éticas, tratándose simplemente de un «cambio de estrategia». Había que buscar los mismísimos objetivos por otros medios no porque la vía usada fuera considerada ilegítima, sino porque se hizo contraproducente. Había que mantener vibrante el hilo de continuidad entre pasado y presente.
No sorprende. Los nacionalismos de matriz étnica son historias de lealtad dogmática hacia un pasado que tiene más de fábula que de realidad. Por eso, pedir perdón por la actuación de «guerreros» y «mártires» significa reconocer que la herencia recibida está irremediablemente contaminada. Significa mirar a los ídolos y ver que tienen pies de barro. Implica asumir que sus padres políticos actuaron bajo suposiciones tan sectarias como oníricas. Equivale a una amputación de la identidad personal y colectiva. Requiere también abdicar del proyecto de nación étnica. Y, en términos prácticos, compromete la capacidad de convertir la transformación demográfica impuesta por ETA en ventaja política.
Porque quieren mantener fuerte la línea de continuidad entre pasado y presente, hay que preocuparse por el futuro. Reflexionando sobre la violencia política de los años 80 en Colombia, Héctor Abad Faciolince escribió que «si hacemos un retrato ideológico de las victimas pasadas podemos ir delineando el rostro preciso de las futuras víctimas». Hagamos el retrato de las víctimas de ETA: policías, militares, políticos de izquierdas y de derechas, liberales, conservadores, periodistas, taxistas, ingenieros, jueces, intelectuales, amas de casa, profesores, parados, camareros, niños, gente normal y corriente, cada uno con sus ideas, ambiciones y errores. El rostro colectivo de una sociedad plural.
Abundante de solemnidad, pero escasa de penitencia, la declaración de Otegi en el palacio de Aiete se hizo de mercancía anacrónica. Una oportunidad perdida, porque las palabras importan. Habló de la violencia de ETA para implícitamente equipararla al mantra abertzale de la «violencia del Estado». Aseveró que abandonaron la violencia para siempre, aunque echen una mirada épica hacia la que quedó atrás. Dijo que desgraciadamente el pasado no tiene remedio, un recurso elegante para hurtarse a remedios presentes. Habló del conflicto porque la palabra terrorismo quema. Se quedó a medio camino entre la nada y un perdón que no existe.
En España, como en cualquier otro territorio manchado por el terrorismo, la integración política y social de quienes lo practicaron y justificaron es crucial para la normalización democrática. La verdadera democracia es magnánima. Sin embargo, la integración empieza con un pedido de perdón, que, reconozco, no será fácil de verbalizar. Habrá que ser valiente y demócrata. Otegi no puede pedir perdón.