Fricciones
«Lo que quiero decir es que donde más fricciones se producen es entre posiciones cercanas, por eso no debería sorprendernos que las críticas a la postura de El Hachmi vengan del feminismo»
La escritora Najat El Hachmi, ganadora de la última convocatoria de premio Nadal, señalaba ayer la paradoja de que la plataforma de mujeres que se reunió hace una semana en Valencia –Mónica Oltra, Mónica García, Yolanda Díaz, Ada Colau y Fatima Hamed Hossain– una de ellas llevara velo: «¿Qué coherencia tiene incluir el símbolo del machismo, bandera del islamismo político en una plataforma que se pretende igualitaria?», se preguntaba El Hachmi, que es conocida por señalar en sus intervenciones públicas la falta de libertad para las mujeres dentro del islam. El velo es una imposición inventada por el integrismo, sostiene El Hatchmi con muchas otras, cuya finalidad es proteger el cabello de la mujer de las miradas de otros hombres que no sean su marido. Hay formas más radicales de cubrir el cuerpo de la mujer, el velo es la más leve en una gradación que termina con el burka.
La posición de El Hachmi, en cambio, cuenta con detractores también en el feminismo. El argumento del relativismo cultural es bien conocido y llevamos atendiendo a estas discusiones de manera más o menos abierta y en la esfera pública desde hace mucho. La adaptación cinematográfica de Persépolis, la estupenda novela gráfica de Marjane Satrapi, aclaraba bastantes cosas al respecto. Satrapi contaba la historia de Irán que es también el camino hacia la radicalización religiosa, la imposición de unos hábitos que van contra la libertad de las personas y especialmente de las mujeres.
En nuestra tendencia al pensamiento monolítico, el afeamiento de El Hachmi a lo que para ella era una legitimación de un elemento de opresión para las mujeres se intentó hacer pasar por una actitud machista. La politóloga Sílvia Claveria dijo en Twitter que la de El Hachmi era una postura alineada con la extrema derecha europea, pero el debate es más amplio: Francia, por ejemplo, prohíbe el uso de símbolos religiosos ostentosos en escuelas y espacios públicos, que, por otro lado, no sé si resuelve el problema de la opresión de las mujeres en el islam.
Lo que quiero decir es que donde más fricciones se producen es entre posiciones cercanas, por eso no debería sorprendernos que las críticas a la postura de El Hachmi vengan del feminismo.
Pensaba en todas estas cosas y en las dudas (que me asaltan) y las certezas (que me faltan) cuando me asaltó un párrafo del libro más reciente de Vivian Gornick, Cuentas pendientes, un libro donde biografía, memoria y lecturas y su interpretación se funden. «El placer que en otros tiempos me daba la certeza beligerante que suscitaba la lucha de clases –tienes la verdad, sabes quién es el enemigo, sientes la justicia de la causa– me inundó entonces», escribe. Gornick tuvo esa especie de revelación viendo el musical Gypsy, «la historia de una famosa estríper y y de la más infame madre de artista que se recuerde sobre las tablas», y en un cine, cuando el público, «gritaba ‘¡Muerte!’ ¡Muerte’ y se reían tanto que parecía que iba a darles algo». Reconocía esa satisfacción un poco cruel de participar en el horror si es contra el enemigo. Vio en ellos, explica, «la clarividencia sencilla e irreductible que yo había sentido en otros tiempos». Me parece que Gornick habla de que el convencimiento de defender una causa justa «sin matices, complejidades ni reconsideraciones» nos puede llevar a cometer actos terribles. Quizá dudar sea una buena manera de avanzar en los debates, sobre todo cuando todos creemos tener la razón.