THE OBJECTIVE
Andrea Fernández Benéitez

El feminismo es, por encima de todo lo demás, política

«Un feminismo que se piensa a velocidades productivas y que está dirigido a públicos o destinatarias intelectuales, jóvenes o urbanas deja fuera a muchísimas mujeres»

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El feminismo es, por encima de todo lo demás, política

Alice Donovan Rouse | Unsplash

El feminismo es, por encima de todo lo demás, política. Además, cuenta con el movimiento más vivo de cuantos son relevantes hoy en día. Quizás por eso en ocasiones se trufa de tecnicismos, lecturas y un largo etcétera que suman un plus de complicación al asunto. Por si fuera poco, se trata de ideas que viajan, crecen y cambian a toda velocidad. Confieso que incluso he escuchado conversaciones con un argot tan propio que ha rozado para mí el dialecto. Como decía en mi primer aserto, esto no me parece en sí mismo negativo porque solo aspirando a la precisa delimitación de los problemas podemos alcanzar conclusiones útiles y especialmente porque creo fundamental que el feminismo cultive su rama teórica. En todo ello existe esta aspiración, aunque siendo honesta, también me temo que esta colección de circunstancias nos hacen caer algunas veces en marcos dibujados por la novedad, la fugacidad, la juventud y lo urbano que nos alejan de afinar el tiro.

Puede ser que esto plantee algunas debilidades si no se vigila desde una estrategia amplia. La primera de ellas es concebir al feminismo desde la óptica de lo novedoso cuando lo cierto es que un movimiento político nacido de la mismísima Ilustración no es un producto de la actualidad. La bisoñez seduce pero el arraigo de cientos de años de historia son un cimiento útil sobre el que seguir construyendo. El feminismo no es nuevo, cuenta con una genealogía potente cuya reivindicación no solo es justa sino que pone a nuestra disposición lo más valioso, que es el conocimiento. También otros elementos interesantes propios de las ideas que se asientan por arraigo: la rigurosidad, la elaboración compleja o el componente histórico.

La segunda debilidad que creo que debemos afrontar es la exclusión. Un feminismo que se piensa a velocidades productivas y que está dirigido a públicos o destinatarias intelectuales, jóvenes o urbanas deja fuera a muchísimas mujeres que no cumplen con esos cánones y cuyas vidas distan mucho de parecerse a una realidad tan estrecha. Me refiero, por ejemplo, a las mujeres mayores, las mujeres sin estudios o las mujeres de entornos rurales. Estos días me he acordado mucho de mis abuelas. Dos mujeres de pueblo, nacidas en un León oscurecido por la Guerra Civil, frío, adusto. Mujeres con sueños tan modestos como aprender a plasmar su firma, que lavaban con taja en el río y que apenas podían reflexionar sobre qué parto querían porque, como en el resto de su vida, para ellas solo había un plan: el dolor. Pienso en ellas y en el rastro que ese naufragio vital dejó en toda una generación siguiente de mujeres que hoy son ciudadanas, mujeres llenas de inquietudes pero que en ocasiones tampoco tuvieron grandes oportunidades. El feminismo no puede olvidar su vertiente estratégica, su apelación a una mejor vida para las mujeres. Quizás el cursillo de risoterapia de un pueblo de la montaña no sea un manual con lo último pero créanme si les digo que imprime revoluciones forjando redes de mujeres.

En términos de feminismo, enarbolar la antigüedad es una estrategia mucho más útil que perpetuar la tan eterna como falsa novedad. Del mismo modo, abordar la realidad en toda su complejidad es una obligación inaplazable y un acto de justicia. El feminismo es, por encima de todo lo demás, política. Por suerte también es -o debe ser- mucho más.

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