Cómo resistir a la desconfianza
«Descrean de la desconfianza y denle la espalda a sus portavoces. Confíen a pesar de los acusadores»
Se diría que la confianza construye a las personas y a los pueblos, mientras que la desconfianza los destruye. Divide et impera, reza un viejo adagio que también cuenta con su eco evangélico. La confianza restaura al ser humano, porque convierte al prójimo en criterio de verdad: su palabra vale, su esfuerzo nos enriquece, su honradez nos libera de la esclavitud de la soledad. La confianza nos dice: «Somos distintos, pero nos aceptamos unos a otros y compartimos un destino. Yo responderé cuando me llames, no te engañaré ni te fallaré en los momentos de necesidad». Je responderay –así en francés antiguo– era el lema familiar de Denys Finch Hatton, el inmortal amante de Karen Blixen. Lo cuenta la escritora danesa en uno de los ensayos que acaba de publicar la exquisita editorial Elba bajo el título de Daguerrotipos y otros ensayos. Para ella, la palabra responderé tenía «un hondo significado». Responder con nobleza y fidelidad es el cimiento de la humanidad buena, frente a la que cultiva la mentira, la astucia y la sospecha. La desconfianza nos destruye porque convierte la maldad —el odio, el desprecio, la envidia, el egoísmo— en el principio rector del hombre, en su condición sustancial.
Tras el descarado triunfo que los filósofos de la sospecha —la tríada que lleva de Marx a Nietzsche y a Freud— han ostentado durante estos dos últimos siglos en todo su esplendor —noten la ironía—, ¿cuáles son sus frutos, qué esperanza nos ofrecen, qué sentido humano? El señuelo de la sospecha es desnudar la mentira que envuelve nuestras vidas y, de este modo, entregarnos una verdad pura y esencial que debería humanizarnos. No lo hace y prueba de ello son los frutos agraces de nuestro tiempo. Podemos enumerar algunos: la fealdad institucionalizada en la arquitectura industrial; el emponzoñamiento de la tierra, el agua y el aire; la desaparición de la memoria, sustituida por la ideología; el silenciamiento forzoso de la palabra, suplantada por una cultura de la imagen; la chabacanería kitsch del arte abstracto; las faltas de ortografía; la cancelación de la filosofía y la sintaxis, la jerga vacía de la educación; el consumo masivo de ansiolíticos y somníferos, la tasas de suicidio, la violencia de género y de todo tipo; la excitación de la prensa, de los políticos, de la ciudadanía, al borde siempre de un apocalipsis en el que no distingue ya la realidad de la ficción, las noticias de las fake news; el lenguaje de Twitter y de las redes sociales, las shit storms que se suceden ante el aplauso general, el prestigio social de los haters; un futuro que se pinta sombrío y un pasado que se confunde con el infierno y que solo nos deja el resquicio de un presente igualmente corrupto; la ausencia del buen gusto, la supresión de la diferencia; el deterioro del Estado del bienestar, el empobrecimiento de las clases medias y de los trabajadores; la exhibición impúdica de la riqueza; el abuso de la pornografía; la mentira como arma política, la mentira como un valor, etc.
La confianza edifica aquello que la desconfianza derruye. Quizás por ello la crisis de este siglo, que se prometía feliz, tiene el nombre del acusador que niega el corazón y la memoria del hombre. Le niega el corazón porque este, en su estado original, sabe que en el hogar se encuentra el amor. Y le niega la memoria porque conoce que en ella se halla la fuente «del valor de la hora que pasa», por decirlo de nuevo con palabras de Karen Blixen: la densa eternidad, repleta de vida y sentido, que se ampara en el pasado y que anuncia un tiempo grávido, lleno de historia, de futuro. Descrean de la desconfianza y denle la espalda a sus portavoces. Confíen a pesar de los acusadores. Construyamos una sociedad de la gratitud llamada a perdurar.