THE OBJECTIVE
Juan Claudio de Ramón

Asignatura perenne

«Los expertos pedagogos echan de los currículos educativos a la filosofía como un perro viejo con garrapatas»

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Asignatura perenne

Feliphe Schiarolli | Unsplash

Con la filosofía ocurre algo curioso. Todos pensamos que es algo inútil y al mismo tiempo que es algo muy importante. De este modo, en nuestro imaginario colectivo, el filósofo es un individuo un poco ridículo que se ocupa de cosas sin roce con la vida diaria, y que pasa el tiempo murmurándose bagatelas o debatiendo con otros filósofos en un idiolecto que nadie entiende. Tópico perdurable fijado en al alba de la disciplina: Tales, primer filósofo, cae por el agujero mientras camina mirando las estrellas, ante la risas de su criada. Sin embargo, junto a esta actitud de burla, corre una escondida vena de respeto, admiración incluso, porque intuimos que es el filósofo, no el economista, abogado o físico, quien se está haciendo las preguntas para las que nuestro corazón también busca desesperadamente la respuesta: si hay verdad, dios o alma, el contenido de los afectos, la validez de las normas que imperan en la comunidad o los valores últimos que deben guiar nuestra conducta. Ello produce una secreta admiración por los filósofos y una inconfesada vergüenza por ignorar lo que personas como Kant, Kierkegaard o Wittgenstein dijeron sobre asuntos que íntimamente sabemos nos conciernen de lleno.

Parece que la actitud de desdén es la que prevalece estos días y a la filosofía, regina scientiarum, los expertos pedagogos la echan de los currículos educativos como un perro viejo con garrapatas. Algunos profesores y amigos protestan amargamente. No podría yo no simpatizar con su lamento: encontrarme con los filósofos fue lo importante que me ocurrió en mi etapa escolar. He escrito «filósofos» y no «filosofía» porque soy tan antiguo que no sólo anhelo que la filosofía perdure en las aulas, fija e imperturbable a las modas como el motor inmóvil de Aristóteles, sino que además creo que ha de seguir siendo enseñada a la vieja usanza, como una sucesión cronológica de autores –de los presocráticos a Heidegger– y no por temas, método sugerido a veces para hacer más atractiva la materia. Lo creo porque, en mi opinión, la filosofía no se estructura en torno a temas, sino en torno a visiones, irrevocablemente unidas la mente creativa que descubrió una perspectiva nueva desde la que ver el mundo y la escuela de pensamiento que fundó. Esa es la razón –que la filosofía es una sucesión de visiones alternativas que conversan entre ellas– por la cual ninguna filosofía bien cuajada muere nunca y Aristóteles o Santo Tomás son tan contemporáneos nuestros y merecen nuestra atención tanto como Hegel o Heidegger. Porque filosofar es eso: cambiar la perspectiva del mirar, ver las cosas bajo otra luz, mover las ideas de sitio, casi como en un juego. (Por cierto que pensar en perspectiva no es lo mismo que pensar críticamente: la actitud crítica, que de tanta boga goza, es en el fondo contraria a la actitud filosófica que, como es fama, nace del asombro, no de la sospecha).

De manera que filosofar es moverse, pivotar, girar. Girarse es precisamente el gesto primordial que protagoniza la alegoría de la caverna, el venerable mito del que Platón echó mano para explicar el modo en que el hombre se hace filósofo: dando la vuelta al rostro que miraba la pared, pensando que esa era la única realidad posible. Y ese girarse, ese darse la vuelta –que es lo que nos distingue del mineral, el animal o la planta– es un gesto congénito al ser humano que el último de nosotros repetirá hasta el final del tiempo asignado a la especie. Por eso la filosofía, asignatura perenne, siempre pendiente, no termina y, bien mirado, quizá sea buena cosa que vuelva a su lugar predilecto, extramuros del Estado, el simposio o banquete, al oeste de la ciudad, más allá del barrio del Cerámico, junto al bosque de olivos y plátanos que rodean la tumba del héroe Academos…

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