Ahora los muros están muy bien vistos
«Estos nuevos muros no nos parecen tan mal: al contrario, ahora, quizá porque, a diferencia del de Berlín, no se levantan entre alemanes arios, sino entre europeos y africanos, entre norteamericanos y suramericanos»
En 1989 la caída del muro de Berlín provocó un éxtasis de alegría en todo el mundo y especialmente en Europa. Fue celebrada como una gran victoria, ya no de la democracia y la economía de mercado, sino de la misma condición humana, con su indomable pulsión de libertad, que es el núcleo de la dignidad. Un triunfo, también, de la fraternidad, que se manifestaba en los grandes abrazos entre los ciudadanos del este y los del oeste, entre las ruinas del muro.
El muro que se levantó en Berlín en 1961, apodado por unos «el muro de la vergüenza», se había convertido en el símbolo de la Guerra Fría y del ominoso «Telón de Acero», que, en expresión de Churchill, había caído sobre Europa después de la Segunda Guerra Mundial. Cuando por fin el muro fue declarado obsoleto, como consecuencia de la implosión del sistema comunista, miles de jóvenes de todas partes acudieron a Berlín para contribuir a su demolición, llevarse un pedacito de hormigón como recuerdo, beberse unos litros de cerveza y poder decir luego, en casa, que habían participado en un momento histórico.
—¡Yo estuve allí y lo vi todo!… ¡Camarero, otra pinta!
Entonces la misma idea de un muro que separase comunidades parecía abyecta y antiestética y que hablase por sí sola. Y quien lo erigía quedaba en evidencia.
Con lo escandaloso que nos parecía entonces la existencia del muro –y deleznables, por extensión, las fronteras que los muros y las aduanas venían a reforzar–, es cuando menos llamativo que ahora los países más prósperos de Occidente, empezando por Estados Unidos, siguiendo por España, ahora Polonia, estén levantando muros para detener a las sucesivas oleadas de inmigrantes africanos que, igual que los alemanes del este de entonces, o de forma muy parecida, podrían decir que huyen de sociedades opresivas, y que han «elegido la libertad».
Estos nuevos muros no nos parecen tan mal: al contrario, ahora, quizá porque, a diferencia del de Berlín, no se levantan entre alemanes arios, sino entre europeos y africanos, entre norteamericanos y sudamericanos, el muro, como idea y como realidad física, es feo, sí, pero tranquilizador, aunque todos sepamos que no hay obstáculo que pueda frenar a unas poblaciones desesperadas dispuestas a jugarse la vida por venir aquí.
Y ni siquiera se siente, difusa en la sociedad, que se ocupa de otros asuntos, la necesidad, la urgencia de considerar seriamente el problema al que se quiere emparedar y que marcará el futuro. De momento se deja la contención de sus primeras manifestaciones en manos de la sufrida Policía, se levantan muros y alambres de espino, se lamentan las muertes en alta mar cuando se producen, y se cambia de canal, que hoy echan Amor prohibido.
¡Nos ha costado tanto tiempo asentar unos Estados más o menos pulcros y funcionales, aunque sometidos a continuas crisis, y juntarnos bajo el paraguas de una Comunidad Europea protectora…! ¿Y ahora tendríamos que hacernos cargo de las poblaciones de nuestras antiguas colonias, que en todos estos años desde la descolonización han sido incapaces de apañarse por si solas con un mínimo de eficacia y vertebración?
Salvo en sectores libertarios e irresponsables que hace unos años reclamaban «papeles para todos», ninguna instancia política parece afrontar en serio este problema que es imparable. O sea, el vaciado de sociedades africanas fracasadas para trasladarse, al precio que sea, incluso el tributo de la vida, a Occidente.
El pensamiento más cínico considera que Occidente no es responsable, y no puede ocuparse, sin colapsar, de la suerte de los senegaleses, sirios, árabes, etcétera que procuran por todos los medios «votar con los pies» y salvar los muros que alzamos.
O sea, que el muro de Berlín estaba mal, porque separaba a alemanes de alemanes, a europeos de europeos; pero los nuevos muros son, si no buenos, necesarios, porque nos separan de multitudes sin estudios ni educación, con mujeres vestidas con bolsas de basura, y que encima rezan a Alá.
Estas migraciones trágicas, legales e ilegales, de poblaciones enteras, para instalarse en los barrios periféricos de nuestras ciudades, donde las generaciones emigrantes precedentes rugen de descontento y de vez en cuando entran en erupción como un volcán, son el futuro que nos espera. Un futuro brasileño, a base de condominios y favelas.
Salvo algunos energúmenos que ya acarician la idea de recibir a los emigrantes ilegales electrificando los muros, o a tiros (que, en efecto es una forma de disuasión muy convincente), parece que nadie pueda o quiera pensar en afrontar el problema a medio plazo.
Yo sí, yo he pensado mucho en este problema fundamental, se me ha ocurrido una solución plausible, y sugiero…
…Pero se me acaba el papel y el artículo está quedando demasiado largo y preocupado. Dejémoslo pues aquí.