La lengua y el agravio
«El catalanismo contemporáneo lleva décadas construyéndose a partir de un agravio originario: la represión del catalán durante el franquismo»
El 21 de noviembre del año 2000, ETA asesinó a Ernest Lluch. El político socialista ha quedado en la memoria colectiva por su potente y valiente discurso en un mítin en la plaza de la Constitución de San Sebastián en junio de 1999. Ante los gritos de manifestantes abertzales, Lluch respondió: «¡Gritad más, que gritáis poco! Gritad, porque mientras gritéis no mataréis».
Pero Lluch fue mucho más que eso. En su biografía del político, el historiador Joan Esculies traza la vida de un político catalanista que consideraba que su nacionalismo «consiste, básicamente, en poder dejar de ser nacionalista».
Pensaba en esas palabras esta semana con el debate de la inmersión lingüística en Cataluña. El Tribunal Superior de Justicia de Cataluña dijo en una sentencia de hace unos meses que la Generalitat debía garantizar que en las escuelas e institutos catalanes se impartiera un mínimo de 25% de clases en castellano. La Generalitat recurrió y el Tribunal Supremo ha inadmitido su recurso esta semana.
La Generalitat insiste en que no cumplirá, y según una crónica de Carina Farreras en La Vanguardia, «el Gobierno no tiene interés en pedir que se ejecute la sentencia contra la inmersión lingüística en Catalunya, que se originó cuando el Ejecutivo estaba en manos del PP». No sorprende mucho. El historial de la Generalitat de incumplimiento al respecto es largo. Y el Gobierno de Pedro Sánchez nunca ha cuestionado el modelo lingüístico de Cataluña, a pesar de que va contra la ley. Pero el debate va más allá de lo legal.
El catalanismo contemporáneo lleva décadas construyéndose a partir de un agravio originario: la represión del catalán durante el franquismo. En su lógica inicial estaba la idea de corregir ese agravio mediante una discriminación positiva. Y así surgió la inmersión lingüística, que no es una ley per se sino una especie de consenso forzado (como muchos en Cataluña): había que promover el catalán porque era la lengua débil. ¿Y cuál era el objetivo final? Equiparar ambas lenguas en la administración, en la enseñanza, en la televisión pública. Hacer una política catalana más parecida a la realidad bilingüe de Cataluña. Había catalanistas que entonces tenían la misma opinión que Lluch: había que ser nacionalistas con la lengua para que, en el futuro, ya no hiciera falta serlo.
Es de una ingenuidad casi ofensiva. O quizá es simplemente una manipulación. Porque desaparecida la desigualdad de inicio, el agravio originario, el nacionalismo siempre se inventa uno nuevo. Si el objetivo inicial era, aparentemente, encontrar un equilibrio entre el castellano y el catalán en las administraciones, en la enseñanza y en la televisión pública, pronto se demostró que el equilibrio no era suficiente. Se descartó la idea de una Cataluña bilingüe y se comenzó a promover la idea del catalán como verdadero elemento integrador. Porque Cataluña es el catalán. Y punto. La idea de la discriminación positiva siempre ha de ser temporal; el catalanismo la convirtió en permamente.
Hoy el catalán domina las administraciones, la enseñanza y la televisión pública. El castellano es residual. Sin embargo, el nacionalismo insiste en que su lengua sigue siendo débil y necesita más apoyo público. En la lógica del nacionalismo, el agravio nunca puede desaparecer. Sin agravio no hay privilegio.