Una tarde con Juan F. Rivero
«Es un libro de esos que nos dejan un poco en evidencia a todos los demás, en el sentido de que son la demostración de lo que idealmente se puede hacer»
El Gremio de Librerías de Madrid entregó este pasado jueves sus premios literarios correspondientes a 2020, fallados pocos días antes, y entre ellos destacaba la buena puntería y, en cierto sentido, el valor de premiar en la categoría de poesía el libro Las hogueras azules, de Juan F. Rivero (Sevilla, 1991). Es verdad que se trata de un libro que, desde su misma aparición, produjo el asombro y la reacción de la crítica, que veía en él, por fin, algo verdaderamente diferente pero no caprichoso, una poesía audaz y nítidamente contemporánea que dialogaba de forma fecunda y erudita con la tradición, y en la que las influencias no eran un adorno presumido y superficial sino un fertilizante desde el que comenzar a sembrar algo nuevo. Pero, a cambio, hablamos del «valor» de las librerías madrileñas porque Las hogueras azules no deja de ser el libro de alguien muy joven, no su debut pero casi, en un año en el que (como en todos) publicaron nuevos libros muchos y muchas poetas muy importantes, consagrados o leidísimas, magistrales y populares, magníficas o tan sobrevaloradas, vociferantes, sobreactuadas y estridentes como quien, sin ir más lejos, ha quedado finalista.
En realidad el fenómeno comenzó incluso antes de la publicación. No recuerdo muy bien por qué (no recuerdo muy bien casi nada) pero yo mismo andaba muy impaciente por recibirlo y leerlo, cuando no sabía nada de su autor. Creo que la editorial Candaya difundió algunos poemas por redes sociales cuando el libro entraba en imprenta, y su llamativa calidad despertó la curiosidad y el apetito. Se empezó a hablar de ello y el libro, pues, fue recibido con los brazos abiertos, algo que no siempre es positivo, por aquello de las expectativas: pero la lectura completa del libro no sólo confirmó lo intuido en los adelantos o en las previsiones sino que multiplicó la admiración. Se trata, en verdad, de un libro extraordinario: no suceden muchos libros como éste y por ello hay que insistir. Es un libro de esos que nos dejan un poco en evidencia a todos los demás, en el sentido de que son la demostración de lo que idealmente se puede hacer. A diferencia de lo que ocurre, por ejemplo, con la novela o la pintura, la poesía admite mal la gradación, no basta con que esté bien: la poesía, o es realmente buena o da igual, no hay medias tintas. O te enciende para siempre o te deja frío, y estas hogueras de Rivero calientan de verdad.
En The Objective tampoco fuimos indiferentes: Anna María Iglesia entrevistó a Rivero muy pronto, recién salido el libro, y después, a la hora de valorar los mejores libros de año, lo consideramos «un libro portentoso, con siete u ocho poemas perfectos, deslumbrantes, y con una sabiduría antigua palpitando en todas las páginas, o sobrevolándolas»… Pero este premio madrileño nos trae la oportunidad no sólo de releerlo, sino de convocarlo a nuestra redacción y pedirle, por un lado, que nos recite algún poema, y, por otro, preguntarle algunas cosas pendientes. Por ejemplo, sus años en Madrid, su llegada desde Sevilla, sus estudios o sus años de trabajo como editor: «Llegué a Madrid a finales del verano de 2014. El año anterior había interrumpido el último curso del Grado en Filología Hispánica que cursaba en la Universidad de Sevilla para hacer unas prácticas en el Instituto Cervantes de Albuquerque (Nuevo México, Estados Unidos), donde estuve trabajando poco menos de un año como profesor de Español. Hasta entonces había pensado dedicarme a la investigación, y preparaba ya el camino hacia el doctorado pensando en compaginarlo con la escritura de poesía. Fue viviendo en Estados Unidos cuando empecé a interesarme por la poesía norteamericana y a leer a autores contemporáneos, entre ellos algunos muy jóvenes que publicaban sus poemas en la red o que acababan de publicar sus primeros poemarios. Recuerdo que me pareció una poesía fresca y muy interesante, sobre todo en comparación con la poesía que hasta entonces había leído en España, así que me animé a seguir ese mismo modelo y creé un blog al que empecé a subir, primero, traducciones y, después, mis propios poemas. Cuando volví a España, claro, ya estaba demasiado enamorado de la traducción y demasiado desvinculado de la investigación académica como para reengancharme a la Universidad, así que terminé la carrera y emprendí, junto con mi pareja, que se dedica al teatro, el camino a Madrid, donde ella quería abrirse camino en lo suyo y yo me había matriculado en un Máster de Traducción Literaria. Mi carrera como traductor, irónicamente, se vio truncada prontísimo, cuando empecé a corregir para editoriales pequeñas para ir tirando mientras hacía el máster. Debí empezar poco después de llegar, a finales del otoño de 2014, y desde entonces esa ha sido mi dedicación principal, primero trabajando en temas de periodismo y ficción contemporánea, y después centrándome en la edición de clásicos literarios y humanidades a partir de mi formación como filólogo y traductor».
Esa alusión a sus lecturas de poesía norteamericana nos dan pie para apuntar que se ha hablado mucho de las influencias japonesas en el libro, pues son explícitas, sobre todo en el propio epílogo (o en los títulos de algunas piezas, como ese «Haibun» que nos recita en el vídeo grabado para la ocasión), pero ¿qué hay de la poesía europea, o americana? ¿De dónde bebe Rivero en ese sentido? «Hay muchísimo de poesía europea y americana en Las hogueras azules. De hecho, creo que el juego con las literaturas china y japonesa es, en esencia, formal —aunque entiendo el aspecto formal, por supuesto, como constitutivo y fundamental del poema—. El fondo, sin embargo, es el de mi propio acervo como lector de poesía, pues lo que procuré en todo momento fue desarrollar una poética propia en el espacio que abrían esos juegos formales. No creo, por ejemplo, que hubiera escrito nunca los poemas en prosa de este libro sin las muchas lecturas que hecho de Ocnos, de Luis Cernuda, ni que hubiera puesto tanto énfasis, como por otra parte ya había hecho en Canícula, mi libro anterior, en la renovación y el juego con la imagen poética sin las lecturas obsesivas que hice en la universidad de autores europeos y americanos como Lorca, Eliot, Celan, Ungaretti o Lezama. Por último, creo que la estructura general del libro, con los pasajes metapoéticos de las partes primera y tercera conviviendo con la lírica destilada y desnuda de las partes segunda y cuarta, jamás se habría desarrollado de este modo si no hubiera sido porque descubrí a Anne Carson en 2016».
El libro es explícitamente metapoético, desde el principio, o casi simétrico, de hecho comienza y termina hablando del «papel»… «Es cierto, pero también lo es que he querido evitar que la metapoesía devorase a la poesía. Creo que es, como decía antes, algo que aprendí de Carson, concretamente de Autobiografía de Rojo, donde la voz poética se cuestiona a sí misma de forma indirecta, incluyendo en el texto su duda, su convicción, sus hallazgos y los pecios de naufragios anteriores. Cuando escribí el «Prosopoema de una gota de lluvia», el primero del libro, quise aclarar el lugar desde el que iba a enunciar los textos que conforman la segunda parte; cuando incluí el «Haibun», sin embargo —un texto en el que niego el mito literario de la inefabilidad y matizo lo dicho en el «Prosopoema»—, quise hacer evidente que ninguna poética puede agotar la poesía, pues no existe un lugar de enunciación que represente el resto de lugares posibles. Después de todo, la poesía es anterior al libro, a la escritura y, por supuesto, a ese papel que arde en los dos últimos versos del poemario («Hay algo hermoso y limpio en quemar estos días / como si fueran torres de papel»)».
Y terminamos por el principio, hablando del título, que forma parte de un poema y es, por tanto, allí donde hay que buscar su significado, pero ¿le apetece aclararnos algo?, ¿alguna pista?… «Las hogueras azules es un título que surgió cuando la mayor parte del poemario ya había sido escrito. De hecho, los dos últimos conjuntos de textos que incluí fueron los «Siete dibujos íntimos» (de donde sale el título) y los «Poemas para una fuente», que escribí para mi hermano Enrique en Nueva York en el verano de 2019. Hasta ese momento el poemario tenía por título provisional el del prosaico archivo en el que había ido reuniendo los poemas: «Variaciones sobre forma oriental». Me decidí por Las hogueras azules durante una corrección de conjunto, releyendo el poema del que se toma el verso («Amo escribir, / las hogueras azules / del lenguaje / confortan») porque me pareció que recogía perfectamente el espíritu de mi escritura: algo privado e íntimo que, contradictoriamente, se proyecta al exterior, un ejercicio que mira la realidad, juega con ella, la transforma en lenguaje y la devuelve enunciada para un lector-nadie, un lector-todos, contaminada de mí. La «hoguera azul», que presenta una imagen artificial, mágica o excepcional del fuego, simboliza la contradicción profunda de esta forma de entender lo literario, que es la mía».