THE OBJECTIVE
José García Domínguez

Tres planes Marshall para Pedro Sánchez

«Si España hiciera bien lo que tendría que hacer, a mediados de la próxima década, tan pronto como eso, el Ibex 35 debería pasar a llamarse Ibex 100»

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Tres planes Marshall para Pedro Sánchez

El lugar común, recurso tan caro siempre para el periodismo, invita a comparar con el Plan Marshall esa montaña de miles de millones de euros que ya han empezado a caer en España procedentes el cielo (la Comisión Europea acaba de avalar hace apenas unos días los primeros diez mil), nuestra particular cuota nacional de los fondos Next Generation para la recuperación. Pero incurrir en esa analogía tópica resulta por completo improcedente. Improcedente, sí, porque el Plan Marshall fue poco más que una propina generosa al lado de esto que viene. Y es que entre nosotros no existe plena conciencia todavía de la absoluta dimensión histórica del proyecto de transformación que ahora mismo se apresta a financiar la Unión en sus estados miembros del Sur, sobre todo en los de la cuenca mediterránea. Una vez le leí a Marvin Harris, el antropólogo marxista, que el idioma de cierta tribu selvática africana solo dispone de cuatro magnitudes cuantitativas a fin de poder contar. Esas magnitudes se podían traducir por los conceptos de uno, dos, tres y muchos. Y a los habitantes de las sociedades occidentales contemporáneas nos ocurre algo no muy distinto con el dinero. También nosotros acabamos manejando categorías parecidas a las de uno, dos, tres  y mucho cuando se empiezan a añadir ceros y más ceros a alguna cantidad que nos resultaba en su origen comprensible.

Miquel Puig, el economista teórico que ha sido nombrado por la Generalitat para monitorizar el reparto de la porción asignada a Cataluña, siempre explica a sus auditorios empresariales la magnitud de la donación a fondo perdido que acaba de obtener nuestro país apelando a que los destinatarios del Plan Marshall obtuvieron de Estados Unidos un regalo de en torno al 2% de su PIB nacional entre los años 1948 y 1952; añade luego que si España tuviese que recibir hoy el equivalente a aquello, o sea el 2% de su PIB doméstico, eso le supondría ingresar una transferencia exterior de 28.000 millones de euros. Pero resulta que ha empezado a recibir en calidad de subvenciones directas, al margen de las cantidades que más tarde opte por reclamar en concepto de préstamos blandos, no 28 sino 73.000 millones de euros. Algo que equivale no a un plan Marshall o dos planes Marshall, sino a casi tres planes Marshall. Una suma colosal. Estamos hablando, pues, de un acontecimiento único en la Historia de España, así, con mayúscula; único y, huelga decirlo, irrepetible.

No se antoja exagerado a esos efectos afirmar que Europa está asistiendo a su propio instante hamiltoniano. Porque ese desembolso inmenso no sale, es sabido, de  recursos aportados por los estados para su ulterior reparto a cargo de la Comisión, sino que es fruto del endeudamiento solidario del conjunto de la Unión en tanto que tal. De ahí que en esta ocasión se nos vaya a fiscalizar con rigor extremo hasta el último céntimo recibido de ese programa. Por lo demás, el Covid solo ha sido una excusa a fin de hacer digerible tamaña transferencia masiva de dinero hacia el Sur a ojos del electorado del Norte; apenas eso. Hasta ahora, en Europa había dos clases de liberales: los liberales y los socialistas. A derecha e izquierda, en el Norte y en el Sur, todos compartían aquella célebre boutade suicida del español Carlos Solchaga («La mejor política industrial es la que no existe»). Pero eso ya es pasado. Porque los Next Generation resultan ser, sobre todo y por encima de todo, política industrial. Les ha costado años absurdamente perdidos, pero, al fin, las élites europeas parece que han entendido que sin hacer lo mismo que Estados Unidos y China, sin que el sector público se implique de un modo audaz para liderar la innovación tecnológica en colaboración con las empresas privadas, el único futuro colectivo que nos esperaría sería la decadencia. Por eso, la apuesta de Bruselas ha devenido tan fuerte.

Así las cosas, si España hiciera bien lo que tendría que hacer, a mediados de la próxima década, tan pronto como eso, el Ibex 35 debería pasar a llamarse Ibex 100. Y dos terceras partes de sus empresas integrantes estarían llamadas a formar parte de sectores de actividad que hoy ni tan siquiera existen. Pero lo más probable es que tal cosa no vaya a ocurrir jamás. Y ello a causa de dos lastres críticos que nos incapacitan como país para afrontar ese salto cuántico en nuestro modelo productivo, a saber: la muy inoperante y farragosa lentitud de las administraciones públicas, igual la central que las autonómicas, y la crónica mediocridad de nuestro sistema educativo en las ramas técnicas, la formación profesional. España debería disponer a estas horas de 50 o 60 grandes proyectos industriales de vanguardia, todos ellos estratégicos, llamados a transformar de modo radical nuestro orden económico. Pero el Gobierno resulta ser el primer conocedor de que el país no dispone hoy de capacidad operativa suficiente como para poder llevar a cabo en tiempo y forma tal volumen de iniciativas innovadoras, mucho menos aún de modo simultáneo. No es un asunto de dinero, que va a sobrar, sino de aptitud. Ni las administraciones implicadas resultarían capaces de asignar el grueso de los fondos a proyectos dotados de esa ambición transformadora antes de diciembre de 2023, instante procesal en el que se cerrará el grifo del maná, ni tampoco el sector privado cuenta, ni de lejos, con el volumen de mano de obra cualificada imprescindible para afrontar el reto. Es triste, pero es la verdad. Y esta vez, ¡ay!, no le podremos echar la culpa a Merkel y su manida austeridad luterana.

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