Una buena noticia
«Si tiene alguna buena noticia, cuéntela. No todos tenemos la habilidad de nuestro presidente para comunicar hechos felices que no se han producido»
He recibido una buena noticia. O, para no ofender, una noticia de optimismo sostenible. Una buena nueva de verdad —qué desconcierto—, no una alegría esquelética como esos estilizados miriñaques que imitan árboles navideños o esos ánimos falsificados que nos intentan colocar los manteros de la pandemia.
Persuadida de que las buenas noticias eran una suerte de animal mitológico, como el rebaño inmune, tardé en reaccionar. La falta de costumbre hizo que pensara en trocearla y congelarla en fiambreras, no fuera a ser que aquello no se repitiera y quedara desabastecida de dicha: el Gobierno solo garantiza el suministro de opinadores. Me pregunté si, como bien de lujo, debería pagar algún impuesto. Pero luego me dejé llevar por el júbilo, a lo Tom Cruise pataleando en el sofá de Risky Business, una felicidad medible en la escala Richter que acabó en contractura, porque a determinadas edades no se tienen ataques de contento sino achaques de alegría.
Las noticias deseables abundan en la juventud; para los jóvenes, el mundo es un photocall. Luego los años nos las van racionando, pues hay gozos que engordan y otros que matan. Al enterarse del nacimiento de su primer nieto, Martin Amis dijo que aquello era como abrir un telegrama de la morgue. A pesar de que las grandes noticias, igual que los amores auténticos, suelen llegar cuando menos las esperas, hay que estar preparados para recibir buenas noticias. Lo peor de una época desgraciada es que nos arrebate esa esperanza, aunque sea lo último que nos pierda; porque la ilusión es una forma de resistencia. Que se lo digan a Yolanda Díaz, que le ha pedido a los Reyes un uniforme de feminancy presidenta. Lo avisa Bobin y lo subraya García-Máiquez: «El desfallecimiento es el único pecado mortal».
La ausencia de una mala noticia también es una buena noticia. Si un acontecimiento es todo lo que se sale de lo normal, lo apropiado sería que los medios anunciaran calamidades habituales que no se han producido: «Hoy no ha habido ningún asesinato»; «hoy no ha subido el precio de la luz»; «hoy la ministra de Hacienda no ha hecho ninguna declaración». Sin embargo, se prefiere lo apocalíptico, y eso que ya apuntó Pemán que «el Apocalipsis es un libro grandioso, pero no precisamente útil para la previsión social. Lo apocalíptico es lo que nos darán hecho totalmente». Y añadía este regate a un «filocatastrófico», que quizá sirva a los diarios que andan a la caza de suscriptores:
—Como todos los días anuncian ustedes para el día siguiente el fin del mundo, ¿para que me voy a suscribir por un semestre?
No hay titular que pueda expresar la euforia efervescente de las buenas noticias. Cuando, en Mad Men, Joan prueba la cocaína dice sentirse como si le hubieran dado un notición, pero recibir una buena nueva es, además de una batucada en el pecho, poder aspirar súbitamente el entusiasmo de la infancia. Encima, las buenas noticias funcionan como un imán; les ocurre lo que a los paseantes con las terrazas: no quieren sentarse en una solana vacía. Así que, si tiene alguna, cuéntela. No todos tenemos la habilidad de nuestro presidente para comunicar hechos felices que no se han producido. Una buena noticia no compartida siempre será una mala noticia.