El niño de Canet: una verdad incómoda
«Lo decía Ione Belarra: si alguien os hace daño en la escuela, pedid ayuda en casa. Porque tenéis derecho a una vida digna»
Quizá lo recuerden: la ministra Belarra defendía en el Pleno del Congreso de los Diputados la aprobación de la Ley de Protección Integral de la Infancia, popularmente conocida como «Ley Rhodes» (uno de los proyectos legislativos estrella del exvicepresidente Pablo Iglesias) cuando su alusión a los abusos sexuales sobre menores cometidos por miembros de la Iglesia Católica provocó las protestas estridentes de algunos diputados del PP y de Vox. «Sé que es una verdad que les incomoda», añadía Belarra, «… pero estamos aquí por los niños y niñas de nuestro país». Corría el 15 de abril de 2021.
No dejo de pensar en ese niño de Canet de Mar cuyos padres aspiran a que en su colegio se imparta una asignatura en castellano, la lengua oficial del país en el que vive y la que hablan mayoritariamente sus conciudadanos. Una pretensión modestísima, amparada en una decisión judicial firme que en cualquier lugar civilizado habría zanjado toda controversia y movilizado a la Administración para hacer ejecutar lo juzgado. Nadie aspira ya a nada más que a ese tablón del 25% lanzado a quienes, desde hace años, con una valentía cívica difícil de exagerar, siguen apostando contra viento y marea en favor de una educación bilingüe en Cataluña. Nadie aspira, sin ir más lejos, a desenterrar aquél Decreto pronto-republicano (29 de abril de 1931) por el que se restauraba la enseñanza del catalán en las escuelas de Cataluña y en el que se disponía que en las escuelas primarias se daría la enseñanza en lengua materna, sea castellana o catalana, pero a partir de los ocho años se enseñará «el conocimiento y práctica de la lengua española, a fin de conseguir que hablen y escriban con toda corrección» (art. 3); ya nadie aspira a que se cumplan los designios de la Constitución republicana, tan a mano siempre para cartografiar el paraíso perdido pero que nunca se invoca de «pe a pa». Reparen en su artículo 50: «Las regiones autónomas podrán organizar la enseñanza en sus lenguas respectivas, de acuerdo con las facultades que se concedan en sus Estatutos. Es obligatorio el estudio de la lengua castellana, y ésta se usará también como instrumento de enseñanza en todos los Centros de instrucción primaria y secundaria de las regiones autónomas… El Estado ejercerá la suprema inspección en todo el territorio nacional para asegurar el cumplimiento de las disposiciones contenidas en este artículo…».
Y nadie aspira, al fin, a hacer realidad las palabras que pronunciara Marta Mata, la ilustrísima e influyentísima pedagoga catalana, en su calidad de representante del Partido de los Socialistas de Cataluña en la sesión del Congreso de los Diputados de 21 de junio de 1978. Lean: «Todo niño tiene derecho, y aun necesidad, de conocer las lenguas habladas en su ambiente para poder vivir en él en condiciones de igualdad y de fraternidad. Las razones son evidentes y reconocidas… Lo que habría que explicar es cómo siendo tal la evidencia, no solamente en España, sino en tantos países, la escuela ha sido en muchos casos, y aún lo es en bastantes, instrumento de enajenación y de alineación, de imposición lingüística». I tant, Marta, i tant….
Yo no dejo de pensar en ese niño de Canet de Mar y en el estercolero moral en el que ha podido anidar el odio, la ceguera y la cerrazón de quienes se animan a hostigarle, a él y a su familia, y cómo las autoridades pueden llegar a ser fiel reflejo de esa podredumbre. No, no, frente al expediente facilón que esgrimen algunos, el «lío» de las lenguas y la escuela en Cataluña – feliz eufemismo para no rozarse con la realidad genuina de que convivimos con cientos de miles de supremacistas nacionalistas– no lo han «creado los políticos». O no lo han podido hacer sin haber contado con el aplauso de los fanáticos y el silencio de los corderos. Y mientras tanto el BOE supurando a chorros la tinta de las buenas intenciones, los propósitos decorativos y el toreo de salón; de los brindis al sol hasta que no quede derecho humano por beberse, ni ampliación, por estrambótica que sea, de la noción de «violencia». Lean, si les da la paciencia, la mentada Ley de Protección Integral de la Infancia.
En las mismas horas en las que las familias del colegio de Canet de Mar, alentados y amparados por el Consejero de Educación de la Generalidad y la alcaldesa, se organizaban y movilizaban para la exclusión y el hostigamiento de un menor, la Ministra Belarra, a cuyo cargo se encuentra la Dirección General de Derechos de la Infancia y de la Adolescencia, inauguraba el Consejo Estatal de Participación de la Infancia y la Adolescencia. «Un día histórico», afirmaba en una alocución trufada con el arsenal retórico acostumbrado y en la que daba cuenta de la ilusión que le había hecho que un grupo de escolares de Navarra le hubiera escrito una carta en la que expresaban su deseo de cambiar el mundo. Las aspiraciones del niño de Canet de Mar son de momento más modestas.
Yo no puedo dejar de pensar en que llegará el día en el que ese niño podrá leer a Ione Belarra haber dicho aquél 15 de abril en la tribuna del Congreso: «Si alguien os hace daño en la escuela, pedid ayuda en casa. Porque tenéis derecho a una vida digna, a una vida segura, a una vida feliz sin que nadie os haga daño; tampoco a través de las redes sociales. Si alguien trata de haceros sentir culpables por lo que os ha pasado, escuchad, por favor, atentamente mis palabras. Nada de lo que os ha pasado es vuestra culpa. Pedid ayuda porque alguien va a ayudaros» (15 de abril 2021).
La verdad, señora Ministra, ya es incómoda e insoportable: ni usted ni su gobierno hicieron apenas nada ni parece importarles nada la suerte de las familias como la del niño de Canet de Mar en Cataluña. Conocíamos su inoperancia e indigencia intelectual, pero qué verdad tan incómoda señora Ministra, la de comprobar que con su silencio abisal se ha hecho cómplice del sectarismo y el acoso a un menor.