THE OBJECTIVE
José Carlos Llop

Bajo el volcán (televisivo)

«Somos, como decía Céline, «sádicos de los acontecimientos», sea con el volcán de La Palma, la muerte de Forqué o Bárbara Rey en el Senado»

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Bajo el volcán (televisivo)

Bárbara Rey. | Ángel Díaz Briñas (EP)

Hemos perdido la cuenta del estado del volcán de La Palma. Ya no sabemos cuántas semanas hace que entró en erupción, ni cuántas partes de la isla ha devastado. Lo único que sí sabemos es que los palmeros –asediados por la ola de histrionismo informativo– nos han dado una lección de filosofía estoica, que ni Séneca y Marco Aurelio juntos. No sé qué habría dicho el cónsul Firmin de haber asistido al espectáculo del desastre, interpretado por los coros y danzas del periodismo más sagaz de España, el televisivo. Ni el mezcal ni la tequila habrían bastado para hacer cócteles molotov, que habría arrojado a todo informador repitiendo lo de cada día. Que si parece que está apagándose, que disimula pero no se apaga, que si está cogiendo más fuerza, que si ahora menos pero no se fíen… A veces daba la impresión de que si el volcán decía: «Ciao, ciao, señoritas, me marcho», grande hubiera sido la frustración del personal. Y luego estaban las imágenes de la lava avanzando sobre las casas y los cálculos matemáticos sobre el tiempo que tardarían en llegar a ellas y en arrasarlas y enterrarlas en función de la velocidad de la colada –un sentido de la palabra que desconocíamos y hemos aprendido–, como si la cosa fuera una película de Disney en vez de un drama.

Mira que nos reímos con la ministra Maroto y su inoportuna falta de tacto anunciando en el primer minuto un aumento del turismo en La Palma a causa de la erupción. Como si los romanos no hubieran querido escapar de Pompeya, sino instalarse a los pies del Vesubio para ver de cerca los fuegos artificiales y hacerse unos selfies. Pues habrá tenido razón la ministra del horrísono atentado navajero en lo del turismo volcánico, porque solo la legión de vulcanólogos y aficionados ha llenado los hoteles y albergues de la isla. Sin olvidar a los turistas –nacionales y extranjeros– que no se querían perder este «espectáculo único» (sic) y se largaban a La Palma un par de días con la cesta del picnic, la mascarilla y unas gafas de extraterrestre.

Estas semanas he recordado una expresión de Céline, que empleaba contra los escritores que se desplazaban a España durante la Guerra Civil. Los llamaba «sádicos de los acontecimientos». La expresión es buena y se ajusta a la retransmisión televisiva de catástrofes naturales y tragedias personales. El volcán no ha sido una excepción, como no lo es tampoco Verónica Forqué y menos los será la presencia de Bárbara Rey en el Senado, no sabemos si como Madame de Montespan o como Teresa Cabarrús. Eso sí, todo se tiñe de solidaridad, empatía y emocionalismo –cuando no sentido de la justicia–, pero bajo este telón pintado –como los que le ponían a Catalina de Rusia para que no pudiera ver en sus paseos la miseria en la que vivían los mujiks– no hay más que un mostrador de casquería. La contaminación, ¿de dónde viene? ¿De La Clave de Balbín o de Tómbola y sus cruentos sucesores? ¿De una voluntad, digamos, ilustrada y reformista, o de la decisión de rebajar la vida de la mayoría a una especie de Viridiana de Buñuel puesta al día?

Regresemos al volcán, del que no nos hemos ido. Ahora la boca es gris, mortecina, sin luces ni cohetes chinos y tiene algo entre cadavérico y sórdido, esa boca y la impresión es que el volcán ha cerrado por defunción hasta que cualquier siglo de estos decida resucitar. ¿Es el final? ¿Está el volcán apagado? Eso parece, aunque durante los últimos días –y según la opinión de los vulcanólogos, decían los periodistas destinados a pie de cráter– todo ha sido dubitativo: «No crean que aunque lo parezca esto sea el adiós definitivo, quizá vuelva a rugir de aquí a unas horas o unos días» y denle a frase las vueltas y bucles que quieran: ha sido la más repetida porque la posibilidad de la amenaza era la heroína metida en vena durante tres meses y cuesta mucho desengancharse.

Como siempre, podrá más el aburrimiento que la realidad y, mientras tanto, creo que los palmeros –magníficos discípulos de Séneca, repito– siguen sin recibir un euro de ayuda estatal (menos mal de la UME). Aunque todo el peso de tanto espectáculo solo haya recaído sobre ellos y sus propiedades. O sea, el verdadero drama y no su representación.

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