La felicidad y el suicidio
«Los epicúreos sabían bien que los seres humanos buscamos siempre la felicidad, incluso cuando puede parecer algo muy trágico»
El pasado lunes día 13, por la tarde, apareció en su casa madrileña el cadáver de la actriz Verónica Forqué de 66 años. Recuerdo sus ojos expresivos, su dulce vis cómica, su ingenuidad. Parece evidente que pasaba una mala racha, en los últimos tiempos, no sé si económica además, se dice que psíquica desde luego. ¿Daños colaterales de la pandemia? Si a alguien de prestigio le va bien, no acude a vulgares concursos televisivos. La autopsia realizada al cadáver evidenció muerte por ahogamiento. Sin barbitúricos -pienso que más duro- Verónica se había suicidado. Como fuere, no podía ni quería más. Los epicúreos sabían bien que los seres humanos buscamos siempre la felicidad, incluso cuando puede parecer algo muy trágico.
Siempre se procura no hablar del suicidio. Es un tema (por razones complejas) muy tabuado. Y eso que casi todos saben, desde Freud más, que si el hombre posee un poderoso instinto vital, que le hace aferrarse a la vida, posee también -acaso más oculto- un no menos fuerte impulso tanático. Somos vida y muerte. Nos cumple ser y cesar, dejar de ser, asimismo. Hace ya veintiún años, el poeta José Agustín Goytisolo (Palabras para Julia) se arrojó a la calle por una ventana de su casa de Barcelona. Quienes lo conocíamos, sabíamos bien que era un tipo encantador, muy ciclotímico, y con fuertes y hondas depresiones. Pero, inicialmente, su familia dijo -temo que resultaba increíble- que el poeta limpiaba los cristales exteriores de aquella ventana. Nadie lo imaginaba y no era joven. ¿Por qué había que ocultar el suicidio? ¿Por qué tenía que resultar vergonzoso? Nunca lo he podido entender. Ni acudiendo al humus católico ni a los más puritanos convencionalismos de una sociedad pacata. Al menos en dos altos momentos de notables civilizaciones, el suicidio (sui-caedere, matarse a sí mismo) fue algo respetable, heroico en ocasiones y noble. En el mundo romano o en el Japón tradicional. Séneca se suicidó para mantener su dignidad, y los guerreros samuráis llegaban a él para limpiar su honor ante una derrota o en ocasiones por caídas de amor. No se pregonaba el suicidio, se aceptaba, se comprendía y hasta podía llegar a admirarse. Oficialmente estamos muy lejos de todo eso, pero los íntimos corazones o la psique vulnerable saben de esa salida.
Al suicidio se llega, a veces, por un desesperado vitalismo. No hay contradicción. O porque no se puede más o porque no se desea una vida ancilar, pobre, dependiente, sin nada de lo que fue «vida» para esa persona. El británico Al Alvarez escribió un notable libro sobre el suicidio, El dios salvaje. La obra se subtitula «El duro oficio de vivir». La gran poetisa argentina Alfonsina Storni, enferma de cáncer, se suicidó en el mar. Tenía un motivo para buscar la muerte, pero muchas veces la había sentido, como dice este verso suyo: «Sobre la vida oscura la muerte resplandece». Y el poeta ruso Serguei Yesenin -guapo, amante de la bailarina Isadora Duncan- también se suicidó ahorcándose. Creía que había llegado al fin de su ruta. Dejó un hermoso poema, cuyos dos últimos versos son muy citados: «En la vida, morir no es nada nuevo/ ni es nada nuevo vivir, por supuesto». He citado a una mujer y a un hombre que fueron enormes vitalistas, que devoraron sus vidas, que desearon la plenitud de estar vivos. Cuando eso ya no parecía posible, asumieron la muerte propia como el final del vitalismo, su consumación. La muerte es el último acto de la vida. Son muestras (pocas) contra el ocultamiento o el silencio del suicidio.
El suicidio -raramente se dice- es la tercera causa de muerte en muchos países del mundo. En España, en 2020 -el atroz confinamiento- el número de suicidios (y bastantes jóvenes) aumentó algo más de un 12% respecto a 2019. Hay que hablar, destabúar, decir. Adiós, Verónica. De Borges es este espléndido verso: «La vasta y vaga y necesaria muerte». Sólo es un llamado a la reflexión.