Un circo consentido
«El ‘reality’ es la Buchinger de la vanidad, una suerte de clínica de adelgazamiento del ego donde la celebridad es mantenida a dieta de privilegios»
Dejar pasar ciertas oportunidades es un gesto de caballerosidad. Una vez me propusieron ir a Supervivientes. Rehusé. No tenía reputación que perder, pero las privaciones me habrían llevado a abrir demasiado la boca, por lo menos como a Hannibal Lecter. De la telerrealidad es difícil volver sin daño. Se habla estos días de la participación de Verónica Forqué en MasterChef con una ingenuidad pasmosa, como si acabáramos de descubrir que los concursantes de los reality valen lo que pesan sus polémicas, que sus penurias son las palomitas del público y que los desmayos de hoy —¡la telelerrealidad!— son la audiencia de mañana. Share o no share, esa es la cuestión. Por eso no se entiende más que como un ejercicio de hipocresía con tirabuzón que los propios emperadores del circo mediático le afeen ahora al personal que salive con la sangre.
El reality es la Buchinger de la vanidad, una suerte de clínica de adelgazamiento del ego donde la celebridad es mantenida a dieta de privilegios. Algunos llegan con la arrogancia ya enflaquecida, aferrados al peluche de un pasado glorioso roído por el olvido. No suelen acertar los profesionales que persiguen relanzar sus carreras en la montaña rusa del reality show porque el único prestigio que sobrevive a la telerrealidad es el que no se tiene. Su imagen se devalúa y apenas les espera un destino tertulianesco, la publicidad o más olvido; al menos hasta que la muerte los repare. Pero a veces no se puede escoger, como cuando Blaise Cendrars fue a vender unos versos a una revista y le dijeron que no pagaban versos: «Pues ponga el poema en prosa y págueme».
En Extinción, Foster Wallace ya destacaba la tendencia a absorber a los famosos en «la matriz de violación y desnudez» del reality show, y anticipaba un desnudamiento final con programas sobre cirugías de famosos, muerte de famosos o autopsias de famosos. La razón de esta querencia era que resolvía un conflicto del que la celebridad formaba parte: el conflicto, apuntaba Wallace, «entre la centralidad subjetiva de nuestras vidas versus nuestra conciencia de su insignificancia objetiva». La telerrealidad vip gestiona esa sensación de insignificancia del espectador empequeñeciendo a la estrella, de ahí que se les provoque hasta que griten, se enfaden, sufran o escupan sandeces igual que el común de los mortales.
La realidad televisiva, como la política, no es más que el grado de ficción que estemos dispuestos a tolerar. El agotamiento de los formatos de cocina ha llevado a anteponer los cuchillos a los fogones, pero los participantes aguantan a pesar del guion y de ellos mismos. Otros abandonan, sin que suponga el fin de sus vidas. Si para fulminar a un personaje bastara con llevarlo a un reality, hace tiempo que Casado habría mandado a Ayuso a MasterChef. Además, la telerrealidad tiene una importante ventaja sobre la realidad: por muy atroz que sea, se puede cambiar con un simple mando a distancia. Lástima que no haya otro mando para apagar nuestros monstruos interiores.