No pienso echarme atrás
«La Navidad es también el tiempo que nos recuerda que la pobreza más digna es aquella que no se oculta entre sus sombras sino que emite una refulgente luz de esperanza»
¿Qué es el tiempo de Navidad? No es una campaña comercial, con su sobreabundancia de regalos, sino un tiempo para la esperanza de los débiles frente al poder devastador de los señores de este mundo. Así cuenta el relato evangélico: en la oscuridad de la noche, surgió una luz débil, apenas el resplandor de una brasa, que alarmó a los poderosos porque conculcaba el orden de la historia. La esperanza nacía en un pesebre, alejada del oropel de los palacios; en un pesebre, único refugio para quienes fueron rechazados incluso en la posada. Nuestro gran escritor abulense, José Jiménez Lozano, lo cinceló en una frase que me gusta recordar: «Algún día la debilidad retumbará en el tiempo». En cualquier caso, la clave de la escena reside en que la esperanza nació entre los excluidos, como la piedra descartada sobre la que debía sostenerse el Templo, según la tradición de los judíos. El camino de Israel era el de una fe que se enfrentaba a las divinidades y las hacía caer del panteón de los dioses. El nombre de estas falsas deidades era explotación de los esclavos, lujuria de la carne, riquezas vilmente acumuladas, mentira y deseo de poder; instintos, todos ellos, que han regido de algún modo nuestras vidas. Y que, a decir verdad, lo siguen haciendo.
Sin embargo, hay algo sobrecogedor en esa imagen de un niño acunado en el frío; un niño al que el rey desea la muerte; un niño a quien, pasados los años, matarán en la cruz tras un juicio viciado de origen que, en efecto, ha retumbado en el tiempo, resumiendo su dolor y alentando la esperanza. Una estrella en medio de esa noche fría de invierno anunciaba su nacimiento, pero también la huida a Egipto, el asesinato de los inocentes, la pasión del Gólgota e incluso la resurrección, el surgimiento del cristianismo, sus posteriores divisiones, su triunfo y sus persecuciones, que han perdurado hasta nuestros días, dos mil años más tarde.
Todo ello se concentra en una noche que es todas las noches y que se halla en el centro de nuestra historia. Borges lo dijo de otro modo, refiriéndose a otra oscuridad: la del sufrimiento en la cruz. A ese hombre llamado Jesús, dedica el autor argentino en uno de sus poemas más memorables:
No le está dado ver la teología,
la indescifrable Trinidad, los gnósticos,
las catedrales, la navaja de Occam,
la púrpura, la mitra, la liturgia,
la conversión de Guthrum por la espada,
la Inquisición, la sangre de los mártires,
las atroces Cruzadas, Juana de Arco,
el Vaticano que bendice ejércitos.
Quizás así sea –yo no lo sé y mis creencias importan poco o nada en este contexto–, pero lo cierto es que nuestra historia, nuestro mundo, nuestra cultura nacieron en esa noche, en ese lugar y en ese tiempo que ahora se quiere cancelar en nombre no se sabe muy bien de qué: los buenos motivos y el consumismo, o viceversa si se prefiere. Yo, por mi parte, sé de quién fiarme pues su esperanza es la mía.
¿Cuál?, preguntarán. La que celebramos estos días: la de los pequeños y olvidados, la de los que no tienen rostro. En alguna ocasión he escrito que, en la Navidad, se alumbra –por unos días– una intimidad que nos religa de nuevo al tiempo: al biográfico de nuestra memoria personal y familiar, y al de los grandes y pequeños relatos que nos han acompañado desde los orígenes en forma de cultura. Y no pienso echarme atrás. Porque la Navidad es también el tiempo que nos recuerda que la pobreza más digna es aquella que no se oculta entre sus sombras sino que emite una refulgente luz de esperanza.