THE OBJECTIVE
Aloma Rodríguez

Nuevo ritos para viejas ceremonias

«Cuando era niña, Papá Noel llegaba poco después de que mi abuela volviera de la misa del gallo: nunca sospechamos de aquella coincidencia»

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Nuevo ritos para viejas ceremonias

Cena navideña. | Krakenimages (Unsplash)

Cuando era pequeña, la cena de Nochebuena se hacía en casa de mi abuela, que siempre preparaba huevos buenos. El resto del menú era variable: se incorporó el cochinillo cuando mi tía los traía de la granja de su marido, en casa de mi madre siempre hay pulpo. Cuando era pequeña, Papá Noel llegaba poco después de que mi abuela volviera de la misa del gallo: nunca sospechamos de la extraña coincidencia. Pero mis hermanos pequeños algo se olieron la noche en que robaron los regalos, que estaban en la furgoneta de mis padres, aparcada en la esquina. Lo que no estaba claro es quién había dejado el coche abierto: ¿fue Papá Noel?, ¿fueron mis padres? Mis hermanos preguntaban a quién habían robado, ¿a Papá Noel o a nosotros? No siguieron por ahí porque sabían hacia dónde iban las respuestas. Ese año, por cierto, mi padre, mi hermano mayor, Ángel Guinda y Félix Romeo trataron de restituir la navidad para mis hermanos y trajeron regalos para todos. Eso era en la avenida de Goya, en el entresuelo, donde se había cocinado un cochinillo mítico que el escritor Miguel Mena aún recuerda. 

Ahora Papá Noel llega de noche y los regalos se abren por la mañana, nadie sale de casa después de cenar, por mucho que este año oyéramos las campanas del Pilar tan cerca que casi daban ganas de ir. Hemos instaurado otra tradición, que empezó hace cuatro y el año pasado no pudimos hacerla. Es barata y absurda: consiste en ir a pasar la resaca de la navidad nadando en la piscina cubierta. Nos gusta el ritual de preparar las mochilas, no dejarse ningún bañador ni ningún gorro; a veces hay varias mochilas, a veces solo una. Suelo irme sola con los tres niños, ahora que dos nadan con bastante soltura no tiene mucho mérito. Si es importante la preparación de las mochilas, la cosa acaba cuando se tienden las toallas –a veces, cuando llega ese momento ya hemos olvidado la placidez acuática de la mañana—. Entre tanto, han pasado el baño, los saltos en la piscina, los juegos con o sin churro, algunas demostraciones, algún trago de agua, la ducha, el olvido del jabón, el frío que se pasa al secarse. En la piscina a la que ahora vamos hay secadores para el pelo en el pasillo, miro a mis hijos usarlos en el espejo de enfrente. Es el mismo pasillo en el que a veces se cruzan las miradas al infinito de las madres que secan el pelo a los niños después de la clase de natación. Y pienso que ahí hay algo, un verso quizá para una canción de Fran Nixon. Lo pienso cada semana pero nunca se lo mando. A veces hay padres secando el pelo, pero me parece que tiene más fuerza si son dos madres, una especie de reconocimiento no buscado. 

Quería escribir sobre cómo las costumbres sirven para que haya una guía de la que salirse: mis hijos se acordarán casi más del año que no fuimos a la piscina que de los que sí, que quedarán condensados solo en uno interminable que aglutine las anécdotas. Pero puede que también quisiera escribir sobre eso que creo que sería un verso y no me atrevo a enviar. El año acaba y lo recordaremos, también, por todas las anomalías, las salidas de lo previsto, las sorpresas buenas y malas que nos hemos llevado por el camino.

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