La España intelectualizada
«España lleva más de un siglo padeciendo una epidemia de idealismo intelectual, con graves secuelas tanto en la política como en las ideas»
Las celebraciones por el centenario de La España invertebrada han despertado mi curiosidad por este «ensayo de ensayos» que escribió D. José Ortega y Gasset. Tanto que, a modo de dosis de refuerzo, me administré la España inteligible de su discípulo Julián Marías, aunque —debo confesar— con la esperanza de que su título escondiese una crítica a su maestro.
Esperanza frustrada. De hecho, la mayor sorpresa de esta doble penitencia fue constatar que, para Marías, los intelectuales españoles del primer tercio del siglo XX «no son en ningún sentido inferiores a los equivalentes de los otros países europeos». Incluso se pregunta por qué, dada la enormidad de sus logros, se pudo producir el naufragio de la Guerra Civil.
Tanta alabanza resulta un poco exagerada. Al menos en cuanto a la convivencia, cabe incluso pensar que el fallo de esas generaciones de intelectuales fue una de las causas de la Guerra. Quizá sí produjeron una literatura excelsa, pero fracasaron a la hora de aportar ideas para mejorar el país.
Sucede siempre que los conflictos civiles se exacerban tras fases de desarrollo económico, sobre todo cuando este se ralentiza y en especial cuando se detiene, como sucedió en la España de los años 1930 (según Leandro Prados, tras la Gran Depresión el PIB real por habitante cayó un 12% entre 1929 y 1933). No hay pues contradicción alguna, sino una causa común: es el relativo éxito de la Restauración el que, por un lado, posibilita el florecimiento intelectual; y, por otro, da pie a las expectativas de bienestar que vino a frustrar la Depresión. Los intelectuales ni reconocen su deuda ni, quizá como consecuencia, saben canalizar esas expectativas.
Esta incapacidad relativiza sus supuestos logros. Imbuidos de un idealismo acientífico, con frecuencia incendiario y casi siempre estéril ni siquiera supieron diagnosticar la situación. De su carácter incendiario da una idea el llamamiento revolucionario que hace Ortega, ya en 1914, en Vieja y nueva política. De su esterilidad improductiva, su desprecio a la «ética industrial», que en la España invertebrada califica como:
«moral y vitalmente inferior a la ética del guerrero. Gobierna a la industria el principio de la utilidad, en tanto que los ejércitos nacen del entusiasmo. En la colectividad industrial se asocian los hombres mediante contratos, esto es, compromisos parciales, externos, mecánicos, al paso que en la colectividad guerrera quedan los hombres integralmente solidarizados por el honor y la fidelidad, dos normas sublimes».
Es de agradecer semejante sinceridad. Sobre todo porque, hoy como ayer, nuestra nobleza intelectual suele esconder su desprecio por la actividad productiva —contractual y, por tanto, impersonal y libre— del mercado. Lo hace en aras de unas relaciones jerarquizadas, personalistas y hasta tribales que ya eran anacrónicas mucho antes de 1920; y que tienen una orientación más extractiva que productiva, más propia de los «juegos de suma cero» que de los de «suma positiva». Intuyo que, cuando Marías, hijo de esa tradición, afirma que «la figura capital de la cultura del siglo XX es Ortega», no se refiere al creador de Zara, que es sin duda la aportación más valiosa de la cultura española en los últimos siglos. (Si esta valoración de Zara chirría a sus oídos, acaba Ud. de dar positivo en el Test Ortega de Nobleza Intelectual; pero sin necesidad de cuarentena, que en esto sí tenemos inmunidad de rebaño).
Quizá en consecuencia, como rechazo a una sociedad ya entreabierta en la que la aristocracia tenía que ganarse el respeto y hasta el sueldo, incluso un autor tan mimado como Ortega parece creer que se los escatiman («el pueblo español… detesta [a] todo hombre ejemplar»). Confirma esta conjetura el que sean precisamente los hijos intelectuales de la Restauración —aquellos llamados a renovarla— los que animan y justifican una tabla rasa no sólo insensata sino regresiva. Y ello con independencia del desenlace real de la Guerra Civil, pues el tercerismo relativamente liberal y democrático que muchos de ellos luego dirán defender peca del mismo idealismo que habían empleado en su diagnóstico, contribuyendo así a hacerlo imposible. Si hay una tercera España, emerge tarde, en el verano del 36 o, en alguna figura aislada, tras el verano del 31 o el octubre del 34. En todo caso, demasiado tarde y, en general, sin asumir responsabilidad alguna.
Una causa primordial es que, al menos desde el 98, nuestra intelectualidad tiene mucho de millennial: se cree muy bien preparada pero se ha formado en disciplinas y teorías que —sea cual sea su utilidad individual en nuestra sociedad—tenían y tienen un valor social escaso o incluso negativo. Sucede hoy con las seudociencias que, en vez de aumentar la productividad, enseñan a nuestros jóvenes graduados a complacerse en su superioridad moral y capturar rentas, redistribuyendo a su favor lo producido por quienes, vía impuestos, les han pagado sus estudios. También con el desorbitado peso que aún tiene la literatura a la hora de conformar la opinión pública.
Como ocurre con buena parte de estas generaciones mejor «preparadas», la impotencia productiva de los intelectuales del primer tercio del siglo XX procede de la brecha entre lo que valen y lo que creen valer. Como ha estudiado Pedro Fraile, no sólo desconocen la realidad del país sino que ignoran las herramientas de análisis imprescindibles para interpretarla. Un recurso principal de Ortega era la metáfora, cuando no la palingenesia semántica, al modo de los actuales politólogos, con sólo reemplazar el inglés de sus buzzwords por el alemán o el griego. No estaba solo. A menudo, nuestros regeneracionistas también lloraban más cuanto mejor iba la economía; o se quejaban amargamente de nuestra inferioridad respecto a la Europa rica, cuando no estábamos peor que la Europa periférica. Incluso añoraban el imperio, sin valorar el prosaico pero enorme precio que pagó nuestra economía para sostenerlo (de ahí que Ortega quisiera creer que ya teníamos una economía débil en el siglo XV, lo cual era incierto).
Lógico que los españoles pragmáticos despreciasen durante décadas a este tipo de intelectual. Un desprecio mutuo. Para Ortega, en su proverbial condescendencia (que hasta le permite considerarse intencionalmente pragmático en su prólogo a la edición de 1934), eran apenas «personalidades eminentes con genialidad práctica… [útiles para] contrapesar la indocilidad de las masas». Útiles, sin duda; porque fueron ellos quienes, en última instancia, tuvieron que apagar el incendio y asumir su coste.
Se trata, por desgracia, de un pragmatismo en retirada, pues el idealismo domina hoy los más diversos rincones de nuestra política y de nuestra opinión pública.
En política, vemos que incluso la crisis del covid se sigue gestionando con medidas radicales y precipitadas, sin valorar costes y beneficios; y con resistencias igual de extremas y emocionales, por mucho que a veces se disfracen de liberales. Se ha querido incluso demonizar los escasos intentos por encontrar un equilibrio racional, como los aplicados por la Comunidad de Madrid.
Asimismo, en el terreno de las ideas, gran parte de la izquierda promueve un identitarismo reaccionario, a veces animista y siempre medievalizante. Pero nuestros tecnócratas regeneracionistas también persisten en traicionar su pretendido pragmatismo. Creen que la actuación del estado es siempre perfectible sólo con que el gobernante les haga caso; y ello a pesar de que nunca consideran sus restricciones reales, por lo que su fracaso está asegurado. No es de extrañar que, a menudo y como hace un siglo, el maniqueísmo de su crítica (cuando hablan, por ejemplo, del «capitalismo de amiguetes» pero nunca del «estado de amiguetes») acabe favoreciendo el populismo que profesan detestar. Por último, como ya he señalado en alguna ocasión, el idealismo también perjudica a nuestro civismo constitucional, cuando, para resolver los dilemas de acción colectiva, sólo apela a la responsabilidad ética del individuo sin atender a la complejidad de sus incentivos reales. Se condena así a un ostracismo tan altanero como ineficaz.Si estoy en lo cierto, la herencia primordial de los intelectuales del siglo XX es que perviven por doquier entre nosotros virus idealistas, siendo esto a la vez causa y consecuencia de unos valores ciudadanos muy estatistas. Reconocer ese idealismo endémico sería un primer paso para remediar sus deletéreos efectos.