THE OBJECTIVE
Jesús Montiel

Al otro lado de la herida

«Si alguien quisiera saber el estado de mis arterias, la cabeza de mi hijo -su número de cicatrices- le daría una idea aproximada»

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Al otro lado de la herida

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Mi hijo, le digo a los médicos que me atienden, es doctor en brechas y porcinos. Un verdadero sabio del golpe en la cabeza. Si alguien quisiera saber el estado de mis arterias, la cabeza de mi hijo -su número de cicatrices- le daría una idea aproximada. Hoy volvemos a casa cuatro grapas después, tras hacer cola en urgencias y esperar el turno entre niños con gripe o gastroenteritis. Es la quinta brecha de este 2021. Dios mío, me digo con las manos en el volante, dame paciencia, pero sobre todo ayuda a los vecinos de abajo y a sus gatos.

Me espera una tarde tranquila: esto me dije por la mañana. Y no lo fue. Mientras comía, este hijo del que hablo, doctor en golpes de cabeza y avezado terrorista doméstico, apareció en el salón con la cara ensangrentada tras una caída aparatosa en el pasillo. No quiero escribir, como hago tantas veces, de la escurridiza realidad y de su comportamiento imprevisible, tan parecido a los saltitos de la ardilla. Quiero hablar de los trabajadores que cosen las cabezas de mis hijos. Darles las gracias. Al verlos hoy dándole a mi hijo pegatinas y dibujos de Bob esponja, me han enternecido. Siempre he pensado que, para ser enfermero o médico, uno debe contar con cierta dosis de caridad en su ADN. Estar delante de la sangre, entre los gritos de dolor, es algo mucho más valiente que la escritura de un librito. Yo trabajo solo, en una habitación, escribo cosas que la gente me agradece, y eso está bien, pero mi vocación es bastante más cómoda que la de estos enfermeros y médicos que ponen una sonrisa al otro lado de la herida. Suavizando la voz, haciendo bromas y esgrimiendo piruletas. Aunque también, a su manera, la escritura sea compañía durante el infierno (pensemos en los poemas que traficaban lo prisioneros en los campos de exterminio).

Eso he pensado hoy, sonriendo. Porque me alegra que así sea y haya seres humanos llamados a aliviar el dolor ajeno. Les pagan, es su trabajo, pero en su deseo de acompañar, me digo, late algo genuinamente humano: las ganas de entregarse al otro. Algo salvable de nuestra naturaleza, tan corrompida. Un deseo de acompañamiento en el trance del dolor. A mí me acompañan siempre muy bien en cada una de mis visitas habituales. Gracias, les digo ahora desde mi simpática soledad, amenazada siempre por mis imprevisibles hijos. Hasta la próxima brecha.

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