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Cristóbal Villalobos

Mejor morir en París

«Si Plácido Domingo o Julio Iglesias muriesen mañana, Dios no lo quiera, en Francia serían enterrados con rango de Jefes de Estado»

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Mejor morir en París

Manolo Santana. | Europa Press

Morir en París, con o sin aguacero, pero con un entierro de Estado organizado por Macron. Himnos, gendarmes, banderas, la solemnidad del marco arquitectónico de algún edificio imponente marcado por los avatares de la historia: El Panteón, los Inválidos, la Sorbona… En septiembre murió Jean-Paul Belmondo, a finales de noviembre recordaron a Joséphine Baker, como un año antes habían despedido al profesor decapitado por un yihadista. A todos se les brindó homenaje de forma que, más que un adiós terrenal, se escenificase la bienvenida a la inmortalidad que supone pasar a formar parte del santoral laico de la República.

Es así como una nación despide a sus héroes, convirtiendo una vida ejemplarizante en aquello que todos los ciudadanos quieren que sea su país. En España hubo intentos de establecer una mitología nacional que uniese a los españoles: ahí está el Panteón de Hombres Ilustres de Atocha, con las tumbas olvidadas de Cánovas y Dato, o el Panteón de Marinos Ilustres de la Armada, en San Fernando, donde guardan el descanso eterno Blas de Lezo, Churruca o Gravina.

Recientemente despedimos a uno de nuestros héroes modernos: Manolo Santana, que bien podría representar en su trayectoria vital el éxito de una España que pasó de montar en burro a ir en AVE. Aunque el homenaje en La Caja Mágica, con la presencia del Rey, fue digno de la figura, careció, sin embargo, de la solemnidad y la emoción que son capaces de infundir nuestros vecinos en este tipo de actos.

Cien años después de la España invertebrada de Ortega, seguimos igual de invertebrados, de forma que cualquier homenaje o acto de Estado es inevitablemente censurado o ignorado por buena parte de la sociedad, haciendo inviable esa catarsis colectiva que hace que en Francia, a pesar de las contradicciones y problemáticas sociales, reverdezca el orgullo patrio en esos momentos que contribuyen a crear nación.

Si Plácido Domingo o Julio Iglesias muriesen mañana, Dios no lo quiera, en Francia serían enterrados con rango de jefes de Estado, entre otras cosas porque hace mucho tiempo que, a pesar de ser españoles, fueron condecorados con la más alta condecoración de la República Francesa: la Legión de Honor.

La  influencia de ambos en la cultura mundial es infinitamente superior, por ejemplo, a la de los citados Belmondo y Baker. De hecho, solo un español, Pablo Picasso, puede en el siglo XX competir con ellos en fama mundial. Sin embargo, hoy ambos son cancelados en nuestro país, cuando no ridiculizados, al ser sometidos a un escrutinio ideológico constante, lejano a cualquier análisis objetivo de sus trayectorias artísticas que son, fuera del gusto de cada uno, de una envergadura inabarcable e indiscutible.

Este maniqueísmo, normalmente proveniente de la izquierda, es también común en el ámbito del pensamiento y la literatura, donde se deja de valorar a figuras que, en otros tiempos, y en otros países, serían de una autoridad moral e intelectual incontestable: Javier Marías, Fernando Savater o Félix de Azúa, a quien tenemos el honor de leer en THE OBJECTIVE, ya no son del gusto de la izquierda mediática, porque sus opiniones, como es natural en figuras de este calibre, son incómodas para los poderes fácticos. El caso de Vargas Llosa es aún más lacerante, pues se acepta que merezca ser vilipendiado de forma constante solo por el hecho de exponer de forma libre sus ideas políticas.

En el cine, el trato que se da a José Luis Garci también llama la atención: al primer ganador de un Oscar con una película en español hace bastante tiempo que no se le financia un largometraje, ni se le da espacio en una televisión pública. Suponemos que por su devoción por John Ford…

En el mundo de la política, el culto a la imagen y a la juventud de la sociedad actual ha ido modelando una nueva clase dirigente: jóvenes, de ambos sexos, sin experiencia ni formación, pero atractivos. Políticos diseñados por asesores, cáscaras vacías con la ideología resumida en un par de tuits y el carisma retocado por un filtro de Instagram.

La gerontofobia, que ha llevado a esta hornada de políticos al poder, y el maniqueísmo, que censura cualquier pensamiento divergente, ha dejado a nuestro país huérfano de referentes culturales e intelectuales, voces críticas que puedan hacer frente al poder solo con el prestigio incontestable de su voz. Una sociedad cada vez más estúpida, más dividida, más manejable.

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