THE OBJECTIVE
Esperanza Ruiz

Zemmour de una vez por todas

«Zemmour no es alguien que pueda seducir a un electorado amplio. Un partido como el Frente Nacional aglutinaba tanto el voto obrero del norte como el más burgués del sur»

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Zemmour de una vez por todas

Éric Zemmour. | Reuters

Surfeando las procelosas aguas de cierta red social, caí sobre una foto de Éric Zemmour. Salía el candidato a presidir la République haciendo la peineta -desde un coche- a un transeúnte que, previamente, se la había hecho a él. La imagen provocó una pequeña discusión sobre su capacidad para desempeñar la magistratura a la que aspira.

Pensé cuántos políticos franceses pasarían la misma prueba del algodón. Me acordé entonces del famoso «pírate, pobre gilipollas» de Sarkozy. Lo dirigió a un quídam que le había faltado. Recordé también a Jean Marie Le Pen cuando, con ganas de bronca, persiguió y trató de «maricón» a otro detractor. Asimismo, me vino a la cabeza la imagen de un Jean-Luc Mélenchon, excedido y grotesco. Sin olvidar la anécdota sobre la muerte de Felix Faure en un despacho del Elíseo. Disfrutaba éste de los favores de su amante en un diván y le dio un ataque al corazón. Se le fue la mano con el fósforo de zinc, química que levantaba los ánimos masculinos de aquel entonces. Georges Clemenceau mostraría sus respetos al difunto: «Faure ha vuelto a la nada. Debe sentirse como en casa».

En todo caso, lo de sacar el dedito no es una «excepción francesa». Antiguos jefes del Estado y presidentes del Gobierno patrios ya lo han hecho en el pasado. Ahora, sin justificar la acción inelegante, hay más marketing que naturalidad o valentía en el gesto del presidenciable. Él sabe que es momento de políticos corajudos y desacomplejados, por eso paga el peaje: es lo que se espera de él.

Desde la «Convención de la derecha» de 2018 no he vuelto a escribir sobre Zemmour. Y, por lo que leo, nos siguen faltando claves para entender al personaje, que pertenece a esos nuevos productos políticos destinados a un público cansado de la «derechita cobarde».

De todos los traumas que vivieron nuestros vecinos el siglo pasado, la visión política de Zemmour está muy influida por su interpretación de la Francia de Vichy y la guerra de Argelia. Como judío, el primer acontecimiento histórico afecta a lo más universal de su condición; el segundo, a lo más particular.

Éric Zemmour nació en la región de París, concretamente en Montreuil. Sus padres, sin embargo, tuvieron que huir de Argelia. Durante décadas, los hebreos allí establecidos se consideraron «dhimmis». Es decir, súbditos tolerados del poder musulmán. Sin embargo, en 1870 y gracias al ministro de Justicia Isaac-Jacob Adolphe Crémieux, se refrenda un decreto que otorgaría la ciudadanía francesa a los judíos de la colonia norteafricana. Esto no solo terminó con su estatus dependiente. También permitió que, ocho décadas más tarde cuando hubo que elegir entre «la maleta o el féretro» durante la guerra, decenas de miles acabaran en la metrópoli.

La nostalgia de esa Francia colonial que no vivió, y el trauma familiar, explican, en gran parte, una cierta inquina hacia lo musulmán. No es tanto una supuesta solidaridad con Israel o una influencia neoconservadora la que motivaría ese rechazo. Es consecuencia de su pasado. Pero también de su presente.

Y es que conoce bien los males que sufre Francia. De ahí su entrada en política. Entre 2006 y 2011 colaboró en el célebre talk show de France 2 ‘On n’est pas couché’. El presentador de la emisión, Laurent Rouquier, comparó recientemente su programa a un laboratorio del que habría dejado escapar al «virus» Éric Zemmour. Sin embargo, y mal que le pese, el candidato no estuvo verdaderamente en el ojo del huracán hasta la publicación, a finales de 2014, de su magnum opus«El suicidio francés».

Considerado un fenómeno social, el ensayo vendió más de 300.000 ejemplares. Quizá nunca, fuera de los círculos cercanos al Frente Nacional o a los medios más conservadores, se había hecho un estudio tan certero de los 40 años que habían transformado Francia. El libro, que arranca en 1970 y analiza los momentos políticos y sociales decisivos en el Hexágono, trata con maestría asuntos como la Ley Pleven (1972) sobre los delitos de incitación al odio; la Ley Pompidou-Giscard-Rothschild (1973), que modifica el sistema de préstamos del Banco de Francia al Estado; la Ley de reagrupación familiar (1976), que abre las puertas a un cambio social por la vía migratoria; y el mundo cultural, que suele presentar al francés medio como un gañán demasiado blanco y atrasado, que come salchichón, bebe vino mediocre y es poco amigo de la «diversidad».

Aunque hoy la tesis es de sobra conocida, y tuvo iniciadores como el filósofo marxista Michel Clouscard, Zemmour criticaba las consecuencias de la unión entre el liberalismo moral y sus intereses económicos. El candidato tiene descrito en 573 páginas un buen compendio para entender la Francia de nuestros días. Solo por esto merece la pena prestar atención.

Polemistas e intelectuales poco sospechosos de judeofilia, como el escritor Hervé Ryssen, califican a Éric Zemmour de «patriota». Alain Soral, en una línea ideológica parecida a la de Ryssen, sin estar conforme con su patriotismo, sí ve con buenos ojos el concepto zemmouriano, en el fondo puramente republicano, de poner la nación por encima de las identidades. 

Para Zemmour, si hay una identidad que deba prevalecer, es la nacional, no las particularidades raciales, sexuales o de cualquier tipo. Esto último solo genera asociaciones y lobbies que enrarecen el ambiente e, in fine, representan un porcentaje ínfimo de la población que dicen tener de su parte. Por ejemplo, mientras pensadores como Bernard-Henri Lévy sostienen que la comunidad judía francesa es la «vanguardia de la República», o la «escolta silenciosa de la Democracia», Zemmour entiende que ese papel debe recaer sobre todos los ciudadanos franceses, sin excepción. 

Lógicamente, el presidenciable no comparte la visión de un Jacques Attali (ex asesor de Miterrand) que considera los países como lugares de paso y los compara con hoteles. Quizá por gratitud, es consciente del privilegio que representa formar parte de una gran nación europea con una historia milenaria y una enorme riqueza cultural a la que sus ancestros fueron asimilados por decreto. De ahí también su «soberanismo», ma non troppo. Él no contempla la salida del euro o la renegociación de las condiciones por las que Francia adhirió a la UE.

A pesar de que se asimile a la derecha bonapartista, para él la nación francesa  no nace en 1789. Como Charles Maurras –jefe histórico de Acción Francesa-y el historiador Jacques Bainville, cree que el trabajo de 42 reyes no ha sido en vano.

La visión zemmouriana del régimen de Vichy no está exenta de polémica. Sobre todo, para asociaciones como el CRIF (Consejo Representativo de las instituciones judías de Francia). A estos les inquieta el «nacionalismo» del presidenciable. Dicen que su postura es puramente estratégica, que tiene por objeto atraer a lo más radical de su entorno. Difícil de saber.  

Según Zemmour, la Francia de Vichy entregó mayoritariamente judíos centroeuropeos a las autoridades alemanas. Es decir, aquellos que se refugiaron en el Hexágono a partir de 1939 y que les fue imposible salvar. Este es un asunto espinoso, tarea de historiadores, y solo me limito a señalar la posición del candidato al respecto.

Sin embargo, respecto del problema musulmán en Francia, la tendencia a la amalgama y al guerracivilismo de Zemmour no hace necesariamente de él una buena opción política. En esto cae en la trampa identitaria de tomar la parte por el todo. La teoría del extraño Renaud Camus sobre «el gran reemplazamiento» y otras ideas de personajes más caricaturescos, sin rechazarlas de plano, es mejor tomarlas con algo de precaución.

Por otro lado, no conocemos su compromiso real con aquello que dice defender. Se entiende la necesidad de buscar héroes en nuestros días, de encontrar un político «providencial». Pero estamos ante alguien deslumbrado por la vida mundana. Por acudir a esos cenáculos donde alterna con prebostes de la República a los que tranquiliza con respecto de sus posiciones soberanistas. Detrás de las finanzas de campaña, el liberal Charles Gave, buen fichaje, y dos ex directivos de la banca Rothschild. Ésta asegura a todos los candidatos y no ha tenido ningún problema en apoyar a Zemmour, lo que hace de él un candidato perfectamente homologado. O un producto de marketing que servirá para que Macron sea reelegido. 

Como colofón, Zemmour no es alguien que pueda seducir a un electorado amplio. Un partido como el Frente Nacional aglutinaba tanto el voto obrero del norte como el más burgués del sur. En su mejor momento, antes de 2017, uno de cada tres franceses apoyaba el grupo político de la familia Le Pen. No parece ser el caso del aspirante a la presidencia. La intención de voto en su favor estaría sobre el 10-15%. Puede ser un buen candidato para la «derecha loden» y las señoras de Versalles que antes votaban a Sarkozy.

Ni es falso todo lo que el candidato predica ni es oro todo lo que reluce. Zemmour es la enésima «nueva» cara surgida desde el año 2014, cuando se empieza a sentir el nacimiento real de algo que precede al Brexit y a la victoria de Donald Trump. Un soberanismo anti-elitista e iliberal que encuentra sus raíces en un pasado común y que, además, lo interpreta de manera positiva. Sin embargo, yo no tendría mucha fe en esos políticos, o grupos políticos, que han sabido interpretar y aprovechar el aire de los tiempos. Representan un descontento pero, mientras no asuman que el problema es profundo, global y de sistema, muchos solo obtendrán un buen derecho al pataleo y algunos brindis al sol en sede parlamentaria supranacional, donde no se decide nada. Eso en el mejor de los casos.

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