THE OBJECTIVE
David Mejía

No mires arriba, por favor

«De ‘No mires arriba’ se puede decir lo peor que se puede decir de cualquier cosa: es profundamente aburrida»

Opinión
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No mires arriba, por favor

Fotograma de 'No mires arriba'. | Netflix

Había revuelo en las redes: alguno decía que la última película de Adam McKay era una sátira divertida, otros iban más lejos y hablaban de azote al capitalismo. Otros la reconocían como una turra insoportable. Hoy vengo a zanjar el debate, que no es lo mismo que venir a poner paz. De hecho, vengo a declarar la guerra a los defensores de esta película y ahorrarles a ustedes, víctimas potenciales, ciento cincuenta minutos de tedio y varios años de arrepentimiento. Porque de esta película se puede decir lo peor que se puede decir de cualquier cosa: es profundamente aburrida.

Manohla Dargis decía en su crítica para el New York Times que lo único que hace McKay en esta película es regañarnos, «pero nos lo merecemos», porque la humanidad «no está interesada en salvar la Tierra, ni siquiera a sí misma». Se suma así a quienes consideran que el asteroide que en la película amenaza el planeta es una alegoría del apocalipsis climático. Pero el problema no es la alegoría, sino la previsibilidad de su desarrollo.

Porque el sistema, claro, decide ignorar la amenaza: los medios, abandonados al infotainment, trivializan los riesgos y se lucran convirtiendo al Doctor Mindy (Leonardo DiCaprio), una especie de Fernando Simón con acierto, en una figura mediática. Por su parte, el Ejecutivo, liderado por una presidenta sin escrúpulos interpretada por Meryl Streep, solo tiene tiempo para el cálculo electoral. Streep dota a su personaje de la suficiencia de Hilary Clinton y la arrogancia de Donald Trump, cuyo hijo y yerno se funden en el personaje del jefe de gabinete al que da vida Jonah Hill. Todos ellos chocarán, claro, con la idealista doctoranda a la que da vida Jennifer Lawrence, cuyo histérico dramatismo desafina con el conjunto.

Pero a excepción de DiCaprio, que entiende a su personaje y lo juega con honestidad, nada funciona. Y no hay nada más triste que ver el talento esforzándose en vano; el humor no se logra solo a base de esfuerzo. Los juegos con el tono, que sí funcionaban en La gran apuesta, fallan. Porque la historia de aquella película no era la de quienes provocaron la crisis, sino la de quienes la vieron venir. Y sí, se lucran con ella apostando al derrumbe del andamiaje financiero, pero en el proceso descubren la podredumbre moral de todo el sistema y la suya propia.

Otro personaje irrisorio es el que interpreta Jack Ryalance: un gurú de Sillicon Valley con tintes de Elon Musk, Steve Jobs y Mark Zuckerberg, con los delirios espaciales de Jeff Bezos y aspecto de secundario de Star Trek. En definitiva, un milmillonario raruno para encarnar la maldad de las big tech y su complicidad con el poder. Se preguntaba Alberto Olmos si el experimento de juntar a tantas estrellas alguna vez había resultado en una buena película. A juzgar por la saga Ocean’s uno se inclina a pensar que no, pero quizá haya excepciones. Lo que creo que es una ley general es que una película que distribuye Netflix y donde el más tonto cobra 15 millones de dólares debe cuidarse de cierto proselitismo. Quizá el único acierto de la película sea subrayar ese mal endémico de nuestro tiempo que consiste en que el patrón se finge revolucionario y se pretende irreverente quien repite el salmo hegemónico.

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