Mi guerra cultural
«Desconfío instintivamente de todo aquel que dice conocer cuál es el bien colectivo de millones de seres humanos»
Nací en 1970. El año de la disolución de los Beatles, o el de la exhibición de Pelé en el Mundial de México. También el de la muerte de Janis Joplin y Jimi Hendrix a causa de sus excesos con las drogas.
Mirando atrás, de niño yo era ya bastante rarito y mostraba cierta obsesión por los números. Conocía con siete u ocho años la velocidad máxima del velocímetro de todos los coches que había en España, las alturas y longitudes de todos los montes y ríos relevantes de la geografía nacional e internacional, y había desarrollado mi propio método para restar «llevando»: en vez de sumar una unidad al sustraendo, le restaba una al minuendo (me parecía mucho más coherente no mezclar sumas y restas. Cosas de futuros ingenieros, supongo).
Los recuerdos de mi infancia están llenos de acaloradas conversaciones políticas en casa durante el tardofranquismo y la Transición (mis padres veían con curiosidad y optimismo la llegada de la democracia, aunque siempre fueron menos ‘progres’ que los amigos con los que cenaban y charlaban hasta la madrugada). Quizá por ello pasé la convalecencia de mi operación de apendicitis en 1980 escuchando con sumo interés los debates de la primera moción de censura de la democracia, y conocía entonces los nombres y cargos de todos los ministros de los gobiernos de UCD (cosa que hoy me es imposible con los de Sánchez, y solo se debe parcialmente a que su número se ha multiplicado como los panes y los peces del milagro).
Tras la crisis del petróleo de 1973 y la derrota norteamericana en Vietnam, la segunda mitad de los años 70 estuvo marcada internacionalmente por una aparentemente imparable expansión del bloque soviético dentro de la Guerra Fría, cuyos acontecimientos más visibles fueron la llegada al poder de los genocidas Jemeres Rojos en Camboya en 1975, la revolución sandinista en Nicaragua y la invasión soviética de Afganistán en 1979 (mientras el entonces presidente norteamericano Jimmy Carter suplicaba un nuevo acuerdo de control de armas nucleares a la Unión Soviética). Afortunadamente para los que creemos en los derechos y libertades individuales como ideal superior , la llegada al poder en el Reino Unido y Estados Unidos de dos figuras de clara visión estratégica y voluntad firme como Margaret Thatcher y Ronald Reagan, y su confluencia con el primer Papa del ‘bloque del Este, el polaco Juan Pablo II, hicieron virar el rumbo de aquella guerra hasta su final en 1989 con la derrota del bloque soviético. Consiguieron la victoria pese a la oposición en sus propios países y especialmente en Europa Occidental de buena parte de las élites universitarias, intelectuales y culturales, siempre dispuestas a defender un teórico bien colectivo que, curiosamente, parecían identificar más fácilmente en dictaduras abyectas que en democracias liberales. La consiguieron con un mensaje político que ‘vendía’ (y que creo que vende y venderá, si se es coherente con el mismo): libertad.
He sido testigo durante las últimas décadas de cómo en Occidente, gracias a movimientos de defensa de derechos humanos encabezados por la izquierda política, se ha avanzado muchísimo en materia de respeto e igualdad para mujeres y homosexuales. También y por desgracia he visto cómo esa izquierda política es mucho menos beligerante en la defensa de esos derechos si las violaciones a los mismos se producen en dictaduras de su mismo signo político o en países o culturas que las justifican como defensa de cierto orden religioso o moral.
He tenido la inmensa fortuna de vivir un periodo de relativa paz mundial, y de contemplar el mayor aumento de los niveles de bienestar humano y económico que jamás ha experimentado nuestra especie. Bienestar alcanzado gracias al desarrollo tecnológico, a la expansión de democracias más o menos imperfectas, al aumento del consumo de energía y al incremento de la libre circulación de personas y mercancías, entre otras cosas.
He presenciado la revolución del teléfono móvil y la de internet, que han transformado la vida del ser humano de manera espectacular. No necesitaron esas innovaciones de subvenciones, obligaciones o prohibiciones para ser adoptadas masivamente por miles de millones de personas. Como no lo necesitaron antes la televisión o el automóvil. Sus ventajas eran y son tales que casi todo el mundo decidió utilizarlos.
Desconfío instintivamente de todo aquel que dice conocer cuál es el bien colectivo de millones de seres humanos. Del que actúa «porque sabe lo que nos conviene». Sea para velar porque no me contagie, para que respire mejor, para evitar que adoctrinen a mis hijos o para que sea más feliz. Desconfío aún más si todas esas cosas pretende conseguirlas restringiendo mis libertades, subvencionando con mis impuestos algo que no es competitivo o que es «éticamente bueno», u obligando o imponiendo a que consuma o deje de consumir algo, «por mi bien». Desconfío pese a que quien lo defienda pertenezca a las élites universitarias, intelectuales o culturales. Especialmente si quien lo defiende son élites universitarias, intelectuales o culturales, me atrevería a decir.
Es probable que la mayoría de nosotros no seamos conscientes de la excepcionalidad histórica que estamos viviendo. Es probable también que no seamos conscientes de la fragilidad de la misma. Y es probable que, inmersos en batallas culturales o ideológicas de «ellos» contra «nosotros», estemos perdiendo de vista la guerra cultural que en mi opinión verdaderamente importa: la de la defensa del pensamiento racional, del desarrollo económico y de los derechos y libertades de los individuos frente al autoritarismo. Adopte este la forma de Estado belicoso o, dentro de Estados democráticos, la de élites o movimientos que pretenden imponer una determinada visión y forma de vida de la sociedad, amparándose en un determinado código moral o hasta en la ciencia.