Cachito de sesgo
«Lo deprimente de Nochevieja es el grado de adoctrinamiento del humor televisivo. En boca de un comediante devoto de su gobierno, el humor pierde toda la gracia»
Humor en serie, es lo que tenemos en los medios públicos. Es humor al por mayor o la estandarización del ingenio. El fordismo de la gracia. Lo deprimente de Nochevieja es el grado de adoctrinamiento del humor televisivo, lo primero que he visto era a un trans cantando canciones un poco subidas de tono. Entiendo que esto era picante hace treinta años, pero hoy queda un poco demodé. La cultura popular tiende a ocupar el lugar que alguna vez fue el de la religión, tiene sus sacerdotes, profetas solemnes, santos con coleta y fieles devotos de lo trans, aunque nada de esto sea ya transgresor, sino mainstream. El escritor que aspira a la coronación se presenta ya no flanqueado por el obispo sino por el premio Nobel. El juntaletras de izquierdas se ha fabricado una aureola tan grande que no cabe por la puerta, se ha convertido en un angelote y el humorista se cuida mucho de no meterse en jardines.
Además de ser un aspecto más de la producción en serie, el humor que vemos en el espacio público es jerárquico, basta revisar las bromas políticas en Cachitos, y contar las veces que se han metido con el Gobierno para ver el cachito de sesgo. «Muy digno de un becario cachorro de partido. Esto no es cultura, es sumisión al poder», decía un telespectador. Hay excepciones, ayer veíamos a José Mota burlarse de lo poco que se puede bromear con el lenguaje inclusivo, y para escenificarlo, el humorista se mete en un jardín con lobos y buitres. Poca broma con la neolengua inclusiva.
La producción humorística o la crítica es una función que es propia y fuertemente individual, nace del ingenio y por lo tanto es bastante antagónica a cualquier fin político o social. Si se doblega deja de ser interesante, pierde su esencia. En boca de un comediante devoto de su gobierno, el humor pierde toda la gracia. La función del humor es proyectar una luz brillante sobre determinadas realidades, drenar la luz sobre un punto sin preocuparse por hundir todo lo demás en la oscuridad. El humor debe ser implacable, indomable. Otro rasgo llamativo es el crecimiento del colectivismo y el declive de la creación individual, que determina el interés que tienen los humoristas hoy por la política, o la neolengua politizada que hoy se impone, llena de ismos, plagada de etiquetas, que aspira a exportar la ideología con salero.
Hoy la cultura progre es dirigida por sus clérigos, los artistas que aspiran sólo a servirla y ser parte de ella contemplan que la obra de arte es un instrumento para despertar la devoción, no pretenden despertar el espíritu individualista y crítico, solo crear admiradores. La propaganda cultural se preocupa de alejar al público de aquellas obras creativas fuera de las carreteras por ella señalizadas. Contra este concepto de la cultura hay que crear nuevos códices, subversivos y nunca del todo claros, sino algo nuevo, incompleto y sugerente. Entre tantos angelotes guardianes de lo políticamente correcto, hay que volver al claroscuro, porque lo que tenemos ahora es militancia, adoctrinamiento, humor de mitin de partido. Solo las producciones subversivas y las opiniones individuales, las opiniones fuertes, pueden salvar la cultura del adoctrinamiento. La producción de arte debe ser un campo entregado al espíritu del capricho, la noción de utilidad política pervierte la excepcionalidad de una obra de arte o del humor, la primacía del valor estético, su anchura. Nada es más perjudicial para la cultura que su sometimiento a los corsés morales de una época, su administración por la policía cultural, su control y dirección. En lugar de nutrir el humus fértil del que nacerán las ideas, la cultura de la corrección política lo esteriliza; planta en su lugar una flor artificial, y retira las malas hierbas con mucho cuidado.