¿Ha sido buena idea dinamitar Ciudadanos?
«Igual que ya pasaba con UCD, al centro le votan, sobre todo, los que se creen a sí mismos apolíticos»
Que desapareciese un partido liberal no constituiría una noticia ni buena ni mala, pero la liquidación por derribo de la única fuerza política que en su día osó disentir de todos y cada uno de los axiomas transversales sobre los que se asentaba la indiscutible hegemonía del nacionalismo catalán dentro de su propio ámbito territorial, eso sería un drama. Y es lo que dentro de bien poco va a ocurrir con Ciudadanos. Desde la mejorable calidad personal de su núcleo dirigente, un grupo de diletantes donde abundaron en exceso los oportunistas, aventureros más interesados en labrarse salidas personales y profesionales en el gran escaparate nacional de Madrid que en cualquier otra consideración relacionada con el proyecto original concebido en Barcelona, pasando por la temeraria miopía estratégica de tratar de eclipsar al gran partido histórico de la derecha española, una quimera disparatada, Ciudadanos ha puesto mucho de su parte para llegar a la agónica situación terminal en la que ahora mismo se encuentra; mucho, sin duda.
Pero por reiteradas y graves que hayan sido las torpezas propias que han abocado a esa sigla a su actual estado de cosas, quizá hubiese todavía espacio en España para una fuerza nacional con vocación de bisagra que respondiera a las características básicas de su proyecto. De ahí lo muy pertinente de preguntarse en voz alta si la decisión de darle la puntilla final, una iniciativa del grupo rector del Partido Popular avalada en primera persona por Pablo Casado, tiene sentido político o no. Y es que, dada su circunstancia, empujarlos a la extinción definitiva no parecía una empresa difícil. De hecho, lo ya realizado acaso baste para consumar la faena. Primero, alinear en contra suya a la misma constelación de medios afines que en su momento sacó en volandas a Albert Rivera de la nada provincial y doméstica para construirle una imagen de gran líder a escala nacional.
Después, subcontratar a alguno de esos personajes siempre sórdidos que habitan en las covachuelas menos ventiladas de los aparatos de los partidos para que implemente el preceptivo trabajo sucio de rigor tras las filas enemigas. Por último, en fin, expulsarlos de todo cargo de responsabilidad institucional con el objeto de proyectar sobre los electores la percepción de inanidad asociada al voto a Ciudadanos. Hasta ahí, pues, lo fácil. Lo no tan fácil, sin embargo, es acertar con la respuesta a la cuestión de si el Partido Popular va a salir ganando mucho, sobre todo a medio y largo plazo, tras consumar la labor de zapa. Porque en absoluto procede descartar que esos jóvenes aprendices de brujo sociológico, los que desplazaron no hace tanto a Pedro Arriola en la sala de máquinas demoscópicas del PP, estén incubando otro error parecido al que cometieron aquellos otros colegas suyos, igualmente jóvenes, los que convencieron a Rivera para que se tirara de cabeza por un balcón.
También el sanedrín que asesora a Casado podría haber perdido de vista lo obvio. Y lo obvio es que para gobernar España resulta imprescindible, absolutamente imprescindible, disponer de un número significativo de escaños procedentes de una de las grandes demarcaciones electorales del país, la correspondiente a un rincón del Mediterráneo habitado por siete millones y medio de almas que responde en los mapas por Cataluña. Antes del 1 de octubre, esos votos imprescindibles los solía arrendar la difunta CiU al mejor postor. Pero, muerta y enterrada CiU, solo Ciudadanos habría estado en condiciones de ofrecer tal servicio a la derecha española. ¿O acaso alguien con dos dedos de frente en la dirección del PP puede llegar a creer que su propia organización regional sería capaz de cumplir esa misión?
Pero puede ser que también se les haya olvidado otra obviedad, la que apela la verdadera naturaleza del centro en política. Porque, desde el punto de vista de los electores que consumen esa mercancía en las urnas, el centro no remite a la equidistancia sino a la indiferencia. Ocurre que el comprador en las urnas del producto llamado centro resulta ser el menos sofisticado en términos doctrinales e ideológicos. Igual que ya pasaba con UCD, al centro le votan, sobre todo, los que se creen a sí mismos apolíticos, los que perciben la cosa pública como algo esencialmente vinculado a la aséptica gestión técnica de unos recursos públicos. Al genuino votante centrista le interesa mucho más Jorge Javier que Hayek o Von Mises. Es el menos ideologizado de todos los votantes, ya se ha dicho, por eso también es el menos fiel de todos. Y con un PP que se va a ver cada vez más forzado a escorarse a la derecha por la presión competitiva de Vox, un Ciudadanos aún vivo tal vez podría garantizar para el bloque conservador una parte nada despreciable de ese nicho dentro de dos años. ¿Lo habrán pensado bien?