Tratar a la gente como si fuera imbécil
Mientras el Gobierno hace lo que le viene en gana, la oposición sigue de vacaciones y los españoles, obedientes, se calzan su mascarilla
L
os últimos diez días de 2021 han mostrado con crudeza hasta qué punto el Gobierno de España no tiene ningún respeto por sus conciudadanos o, dicho de otra manera, cómo insulta su inteligencia sin sentir el más mínimo rubor. Veamos tres ejemplos de ello.
El primero nos retrotrae a la decisión, unilateral y por decreto, de imponer de nuevo la obligatoriedad de llevar la mascarilla en el exterior. Bajo la excusa del incremento de los contagios de la variante ómicron, el Gobierno volvió justo antes de Nochebuena a una medida que ningún científico serio avala y que, por supuesto, muy pocos ciudadanos entienden después de dos años de pandemia y cuando los hospitales prácticamente están vacíos de casos de covid-19 por muchos positivos que se estén produciendo fuera.
El Gobierno anunció su decisión y, de inmediato, se armó la marimorena, porque salieron a criticarla tanto los de derechas como los de izquierdas, incluidos los socios de Pedro Sánchez. Y, como este domingo contaba en THE OBJECTIVE Ketty Garat, lo más probable es que el decreto del Gobierno decaiga por su propio peso antes de final de mes por falta de diputados dispuestos a convalidarlo en el Congreso, algo que es obligatorio para que siga en vigor después de 30 días hábiles.
No obstante, lo peor de la historia de las mascarillas, y el colmo de la desfachatez de un Gobierno que perdió hace mucho tiempo cualquier vergüenza, es que la decisión de imponer de nuevo el tapabocas se adoptó tras realizar una encuesta a 1.042 personas. A falta de expertos, porque ya saben que todo eso fue una milonga, y del ínclito y felizmente desaparecido Fernando Simón, ahora deciden 1.042 españoles.
La reforma que no fue
El segundo ejemplo que hemos visto estos días tiene que ver con la reforma laboral. El Ejecutivo ha llegado a un pacto con sindicatos y patronal para retocar ocho puntos de la ley que en su día aprobó el Partido Popular. Y, aunque es obvio que esos cambios suponen un retroceso desde el punto de vista de la competitividad y refuerzan el papel de los sindicatos, como en THE OBJECTIVE ha explicado muy bien el profesor Benito Arruñada, lo cierto es que el Gobierno no está derogando la reforma laboral, que fue lo que tantas veces dijo, sino que, en realidad, está asumiendo como propia la esencia de la norma de Mariano Rajoy.
El problema viene cuando el Gobierno nos cuenta la reforma laboral como si estuviera descubriendo la cura del cáncer. Ni es la primera vez en España que se llega a un acuerdo con sindicatos y patronal, ni el cambio que se está haciendo tiene la suficiente entidad como para llamarse siquiera reforma. Sin embargo, la ministra del ramo, Yolanda Díaz, nos ha intentado convencer de que esto es el principio del fin del paro y que poco menos que estamos ante la decisión más importante de la legislatura. Habla en términos tan grandilocuentes porque sabe que, dentro de unos años, cuando se vea que el paro sigue ahí, nadie se acordará de pasarle la factura. España olvida demasiado rápido.
Además, en esto último Díaz ha aprendido del maestro entre los maestros. Y es que el presidente del Gobierno es el rey de la hemeroteca: hay vídeos de él diciendo cosas que, escuchados hoy, ruborizarían a cualquiera con un mínimo sentido del ridículo.
Como ejemplo de esto último, basta ver el tercer asunto que ha centrado la actualidad en los últimos días del año que se fue: la factura de la luz. A principios de septiembre, Sánchez dijo que los españoles pagarían de electricidad en 2021 lo mismo que en 2018. Tal y como iba la cosa, supimos pronto que esa promesa iba a ser muy difícil de cumplir. Y por eso sospechábamos que el Gobierno preparaba todo tipo de cálculos manipulados para demostrar que, en efecto, se había pagado lo mismo que en 2018.
Pero lo que nadie podía siquiera imaginar era que, en su balance de fin de año, celebrado el 29 de diciembre en La Moncloa, el presidente se iba a descolgar con un argumento solo apto para imbéciles: «Los españoles han pagado lo mismo que en 2018 si se descuenta la inflación». ¡Acabáramos! Es decir, que si a lo que hemos pagado de luz le quitamos lo que han subido los precios… nos queda lo que pagábamos antes. Ni Coco en Barrio Sésamo lo podría explicar mejor. ¡Pero si la inflación se ha disparado precisamente por la subida de la luz!
¿Está todo perdido?
Nos imponen las mascarillas sin ninguna justificación científica, nos venden una minirreforma laboral como si fuera la solución a todos nuestros problemas y nos explican con detalle, como si fuéramos retrasados, que hemos pagado de luz lo mismo que en 2018 aunque el recibo diga otra cosa.
¿Pero saben qué es lo peor? Que aquí no pasa nada. Que los españoles se tragan eso y más. Que el Gobierno se ha dado cuenta de que vale todo. Que la oposición está de vacaciones y que las calles están llenas de gente obediente con su mascarilla puesta. Cuarenta años de dictadura pesan todavía demasiado, y la prueba es que, al menos en Madrid y Barcelona, los pocos que se atreven a ir sin la boca tapada estos días suelen ser… extranjeros, aunque no está claro si es por valentía o por mero desconocimiento de la norma.