Djokovic, el Espartaco de los magufos
«Djokovic no está defendiendo ninguna libertad fundamental al intentar colarse en un país que obliga a la vacunación»
Ir de políticamente incorrecto es muy cansado. No siempre es fácil identificar qué dice en cada momento el establishment para así ponerse uno en contra. A veces hay que construirse hombres de paja contra los que luchar: si no tengo un enemigo mi identidad contrarian desaparece. Hay un tipo de pensador, por llamarlo de alguna manera, que va siempre a la contra por pereza intelectual. El escepticismo absoluto (no te creas nada, no creas a nadie, solo cree en ti mismo) suele ser, paradójicamente, la excusa de quien no quiere pensar. Es algo paradójico porque el escéptico suele pensar que tiene mejor y más información que quienes supuestamente siguen al rebaño. Pero como ha escrito Daniel Gascón, «en ocasiones estar a la contra es una forma de repetir ideas recibidas».
Un ejemplo claro son los antivacunas. Es incorrecto llamarlos escépticos: un escéptico también tiene que serlo consigo mismo. Los antivacunas están estos días desatados con el caso del tenista Novak Djokovic, al que se le niega la participación en el Open de Australia por no estar vacunado. Quienes defienden su actitud lo dibujan como una especie de Espartaco: convierten su estupidez magufa en una revelación y una prueba de su postura. De alguna manera que se me escapa, el hecho de que Australia exija a los extranjeros un certificado de vacunación demuestra que la vacuna es un fraude.
Australia es un país que ha sido especialmente estricto en su gestión de la pandemia, hasta un punto que ha rozado el autoritarismo. El año pasado, el gobierno de Australia del Sur, uno de los seis estados del país, obligó a la población a descargarse una app de reconocimiento facial y geolocalización. El gobierno mandaba mensajes de manera aleatoria y los ciudadanos tenían 15 minutos para responder con una foto en la localización donde debían estar.
Pero, ¿qué tiene que ver esto con la vacuna? Djokovic no está defendiendo ninguna libertad fundamental al intentar colarse en un país que obliga a la vacunación. Su postura no sirve de crítica contra las restricciones radicales del Gobierno australiano. Es una convicción personal. Se niega a vacunarse porque está «en contra de las vacunas» y cree cosas como que «las moléculas en el agua reaccionan a nuestras emociones». No es un libertador escéptico en defensa de la «libertad de elegir», es simplemente gilipollas. Algo parecido le pasa a quienes lo defienden hoy. Consideran sus ocurrencias irracionales, tan falsas que son incomprobables, en un ejemplo de pensamiento crítico. Que la gente te diga que te equivocas no es muestra de lo acertado de tu postura; quizá es que realmente te equivocas.
Hace 10 años murió Christopher Hitchens. El escritor defendía en Cartas a un joven disidente que «uno debe esforzarse en combinar el máximo de impaciencia con el máximo de escepticismo, el máximo de odio a la injusticia y la irracionalidad con el máximo de autocrítica irónica». Uno tiene todo el derecho del mundo a ser imbécil, pero tiene que saber que si lo defiende muy alto algunos se lo acabarán recordando.