THE OBJECTIVE
Guadalupe Sánchez

Una mascarilla de humo

«El terror pandémico se ha convertido en el nuevo talón de Aquiles de la libertad»

Opinión
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Una mascarilla de humo

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. | Europa Press

Nada más eficaz para domeñar a un individuo que controlar aquello que le provoca un miedo visceral. La zozobra es impasible si de lo que se trata es de someter a la razón, a la que relegamos de forma instintiva a un segundo plano cuando paladeamos el peligro. Por eso no hay tirano que se precie que no utilice la desgracia, la muerte y la sangre como herramientas de control social: no hay mayor poder que el de manejar a voluntad la angustia y la inquietud de los ciudadanos.

Pero al contrario de lo que muchos creen, el germen autoritario no se anuncia con luz y taquígrafos ni se presenta desnudo ante la opinión pública: brota en sociedades que se han acostumbrado a hacer dejación de responsabilidades, que exigen al Estado no solo que garantice y facilite, sino que provea. Y no únicamente de bienes materiales, porque la felicidad, la libertad y hasta la vida las hemos fiado a nuestra clase dirigente. Hemos llegado a un punto en el que buena parte de la ciudadanía está dispuesta a que las autoridades impongan simpatías y prohíban odios.

El terror pandémico se ha convertido en el nuevo talón de Aquiles de la libertad y quienes se nutren de la mansedumbre para perpetuarse en el poder lo saben y están dispuestos a estirar ese chicle hasta el final. El coronavirus tiene dos caras: una que instala el miedo y la otra que potencia la distracción. Es un caramelo mediático efectista y un instrumento de ingeniería social efectivo que, además, actúa como cortina de humo.

Mientras las cifras de contagios inundan informativos y portadas, no miramos hacia el abismo que se abre bajo nuestros pies y relegamos debates complejos e incómodos, tanto para nosotros como para quienes nos gobiernan.

Decía Milton Friedman que detrás de cada programa de gobierno hay una cortina de humo y la nuestra ha adoptado forma de mascarilla. Y quien dice mascarilla podría decir toque de queda, pasaporte covid y otras tantas ocurrencias restrictivas a las que la realidad ha privado de su pretendida utilidad sanitaria. Aunque en honor a la verdad he de reconocer que el Ejecutivo sanchista no la usa para ocultar su programa porque no lo tiene, más allá de cuatro eslóganes deslavazados. Van como pollo sin cabeza que lo fía todo al alpiste europeo. Los ministros hablan de transparencia, de resiliencia y de sostenibilidad mientras la incertidumbre del futuro se abre paso en el presente.

El actual sistema de pensiones es insostenible. Lo saben quienes la cobran exigiendo revalorizaciones y los gobernantes que las aprueban. Pero a unos y a otros quienes ya las estamos pagando o los que las van a pagar les importan un carajo: ya adaptarán el discurso cuando toque, si es que por entonces todavía necesitan de nuestro voto para detentar sus cargos.

La transición ecológica sostenible es un bodrio infecto que se inventaron para justificar la creación de nuevos impuestos que sirvan para financiar estructuras burocráticas totalmente prescindibles. Pero su nefasto diseño no nos ha hecho más verdes, sino más pobres. Y mientras desde las altas instancias europeas intentan arreglar el desaguisado devolviendo a la energía nuclear la etiqueta ecológica, nuestros flamantes ministros y ministras progresistas ponen el grito en el cielo usando el miedo, otra vez, como insignia. 

La preocupación de nuestros gobernantes se agota allí donde termina nuestro interés mediático, que ahora mismo está concentrado en algo llamado «salud pública», un término tan ambivalente que lo mismo vale para ensalzar a la sanidad pública como para demandar que no se preste atención médica a un no vacunado o se le priven de otros derechos como ciudadano. Cierran empresas y negocios, hay despidos masivos y un total de seis millones de españoles sufren pobreza severa. La degradación institucional continúa imparable en un proceso que pretende que la ideología se convierta en un mérito en sí mismo capaz de reemplazar a la neutralidad. Mientras rebuscamos en el plato ellos lo hacen en nuestros bolsillos. Pero creemos que nuestra sociedad ha alcanzado la cúspide del civismo cuando la prensa informa de que han multado a una señora por no usar la mascarilla mientras paseaba a su perro de madrugada. En eso hemos dejado que nos conviertan.

La mascarilla en exteriores para prevenir contagios es tan inútil como el Gobierno que la ha impuesto por Real Decreto Ley. Pero no hemos de incurrir en el error de calibrar su idoneidad en términos de salud sino de gestión emocional, social y política, ya que ha conseguido taparnos la boca tanto literal como metafóricamente hablando, amén de limitar notablemente nuestra visión periférica: no vemos nada más allá de la pandemia. Delta, omicrón, flurona… En el horizonte darán pábulo a tantas variantes como sea menester para que el temor nos distraiga.

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