Estoy muy orgulloso de ti
«Es imposible ver una serie americana de ficción en que no salga algún personaje diciéndole a otro: «Estoy orgulloso de ti»»
Para tener algo que leer en el tren de vuelta a casa compré unos cuantos periódicos de papel. Hay que ver cuántos columnistas hay en España, lo menos 1.000, cada uno con sus manías y sus obsesiones; y alguna vez dan en el clavo; como uno que comentaba con mucha gracia su hartazgo («es insoportable», escribía) ante el hecho de que sea imposible ver una serie americana de ficción en que no salga algún personaje diciéndole a otro: «Estoy orgulloso de ti».
Puede decírselo el hijo al padre que acaba de demostrar una insospechada firmeza ante la adversidad: «Papá, estoy orgulloso de ti»; y al papá, todavía sudoroso de sus hazañas, se le dibuja una media sonrisa tierna. Se lo puede decir la esposa al marido bebedor que, cuando ya estaba a punto de destruir su propia vida y la de su familia, ha ingresado en Alcohólicos Anónimos y lleva ya tres meses apartado de la botella: «Sam, quiero que sepas que estoy muy orgullosa de ti»; y Sam, feliz. Puede ser la abuela del niño que le acaba de regalar su merienda a un mendigo: «Estoy muy orgullosa de ti, Johnny Boy». Y así todo. Siempre sale alguien que se manifiesta muy orgulloso del otro. Es impepinable.
Está muy bien visto. Lo que no dice el columnista es a qué causas profundas responde ese cliché tan reiterado. Da qué pensar. Quizá debería algún especialista en psicología de masas estudiar el fenómeno, buscarle una explicación. ¿Se prodiga tanto en las ficciones la manifestación verbal del orgullo filial, conyugal, paternal, como mero reflejo de lo que pasa en la vida real, en las calles, en los hogares? ¿Están los americanos todo el rato declarándose orgullosos los unos de los otros? ¿O, por el contrario, esos sentimientos aparecen inevitablemente en todas las series como compensación a su lacerante ausencia en las relaciones interpersonales reales, aparecen como fantasmas de lo reprimido? O sea: ¿Hay, en la sociedad americana, o en la humanidad entera, una grave escasez de reconocimiento del otro, de autoestima y amor propio? Podría ser. Ha de estudiarse.
Otra explicación: ¿No será que los guionistas de esas series americanas donde siempre sale alguien declarando que está orgulloso de alguien… sangran por la herida? O sea: ¿se sienten acaso patéticos, íntimamente despreciables, por estar escribiendo guiones de series inanes que estiran la trama como un chicle, en vez de películas de Hollywood sobre superhéroes, o la gran novela americana del año? ¿Y es por eso que se inventan personajes compensatorios, personajes que provocan en sus seres queridos la admiración?
No lo creo. Más bien supongo que ese es un oficio excitante y bien pagado, y los profesionales del ramo deben de sentirse satisfechos de trabajar en él.
Entonces —tercera explicación—, ¿acaso esa coletilla, de hecho, no se repite tanto como parece, y el problema está en el espectador que detecta y amplifica el fenómeno, en el mismo columnista, herido por las menciones a lo que secretamente más le hiere, la falta de reconocimiento y de amor propio?… Y en tal caso, ¿también yo, al haberme divertido con esa columna en el AVLO de vuelta a casa, y escribir ahora sobre ella, inconscientemente manifiesto una grave falta de autoestima? La verdad es que no lo creo: todos los indicios apuntan, más bien, en la dirección contraria…
El caso es que estas coletillas, estos clichés, estos sonsonetes, desde luego que quieren decirnos algo. No son tema baladí.
Lo comento con un amigo. Entiende de inmediato de lo que hablo. Sus padres, me dice, eran muy severos. Y cuando él miraba la tele, siendo niño, muy a menudo se le saltaban las lágrimas, viendo las series y películas americanas, cuando un padre le decía a su hijo (y ello sucedía y sucede con mucha frecuencia): «Te quiero, hijo». Especialmente en Bonanza, siempre estaba Ben Carwright diciéndole a Joss, a Adam o a Joe: «Te quiero, hijo». Parece que esa frase no la pronunciaban jamás los padres de mi amigo, de ahí su efecto emocional demoledor en la psique del chavalín, que al escucharla en la tele rompía a llorar. Su testimonio confirma, pues, mi freudiana tesis del latiguillo televisivo como compensación de una carencia.
Ya digo que estos tópicos son significativos laspsus linguae que reclaman investigación pluridisciplinar: estadística, lingüística y psicológica.
Recuerdo que en países que visité en el Este, donde el trato humano era frío y nadie se daba jamás un beso en la calle, los seriales hispanoamericanos hacían estragos porque hablaban mucho de amor y, sobre todo, las mujeres protagonistas repetían a las primeras de cambio: «Noooo, mi amooool». O «Pues claro, ahoritita, mi amoooool». Estos latiguillos cariñosos, pronunciados, además, con esos acentos tan acariciantes de las mujeres mexicanas, colombianas o venezolanas, no es que embobasen a los varones del Este: es que literalmente los derretían, los licuaban ante el televisor.