THE OBJECTIVE
Jesús Montiel

Ganas de amistad

«La soledad, muchas veces, es el caldo de cultivo de la expresión artística»

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Ganas de amistad

Paige Cody (Unsplash)

Es normal que un niño que pasa tiempo solo acabe decorando con más esmero su interior que uno extrovertido. Las horas a solas en su cuarto estudiando las formas del gotelé o construyendo historias con sus muñecos le han hecho un experto interiorista. La soledad, muchas veces, es el caldo de cultivo de la expresión artística. De manera que la historia de la música, la escritura o la pintura, es en realidad un compendio de niños retraídos o bichos raros.  

Giovanni Papini (en Vida de Miguel Ángel) sostiene que los tímidos «son los que más atraídos se ven por el desahogo que, como consoladora compensación, pueden encontrar en el campo del arte o del pensamiento». No deja de ser cierto: salvo excepciones, la sensación de extranjería es un ingrediente esencial de toda vocación artística. No tener mucho en común con la mayoría. Recuerdo ahora del ensayo La ciudad solitaria, en el que Olivia Laing relata la aplastante marginalidad de artistas contemporáneos como Hopper, Andy Warhol o David Wojnarowicz. Christian Bobin escribe que el poeta es un autista que habla. El autismo es un sol invertido, dice: sus rayos se dirigen al interior. De modo que posee la condición de la vidriera. Esta, tras una apariencia deslucida, esconde en su otra cara colores y formas hechizantes. El hombre-artista es como esas cuevas prehistóricas que, tras un angosto pasadizo con hendiduras y población de murciélagos, atesora bisontes, caballos y delicadas manos. 

Pero Papini va más lejos: llega a insinuar que el motor secreto del arte es en muchos casos una venganza del niño ensimismado: «En los niños no favorecidos por la salud brota fácilmente, como si quisieran desquitarse de una oscura debilidad, el anhelo furibundo e irrefrenable de conseguir la fama (…) Nadie puede imaginar hasta qué punto es estimulante este orgulloso afán en las criaturas solitarias, retraídas, tímidas». Es normal que un niño que pasa mucho tiempo solo acabe decorando con más esmero su interior que uno extrovertido, he dicho. Pero sería terrible que, como sostiene Papini, toda esa riqueza interior no fuera repartida y acabe siendo una coraza, una manera de enfrentamiento, como en el caso de Baudelaire o Sartre. Por eso me decanto más por la teoría contraria: más que la venganza, yo pienso que el arte es un ansia de compartir lo contemplado, una generosidad antes que la represalia de un resentido. El problema es que Papini sigue viendo al artista en clave romántica, como un ser especialísimo, alejado del resto de los mortales y con dones superiores. Con un destino más aciago que la mayoría. Yo pienso que el artista, si bien es extremoso y lo vive todo con una intensidad desmesurada, lo dijo Gaya, es sobre todo alguien sorprendido ante las cosas normales que anhela compartir los ecos de su sorpresa.  

En la sociedad extrovertida, que considera la timidez y el retraimiento taras que deben corregirse desde la etapa escolar, el niño que dibuja en el libro de texto o cuenta las hormigas en los márgenes del patio salvaguarda la valiosa interioridad. De modo que, siempre que haya un niño retraído, habrá esperanza porque podrá legar sus hallazgos a todo el mundo si no se entorpece con el ego su vocación de intermediario. Por fortuna, los gráciles bisontes prehistóricos, aunque escondidos en las tripas de la tierra, pueden ser contemplados por todo el mundo.

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