THE OBJECTIVE
Manuel Ruiz Zamora

Adversus Reina Sofía

«El nuevo Reina Sofía tiene una virtud: nos permite ver el tipo de sociedad con la que sueñan los populistas»

Opinión
Comentarios
Adversus Reina Sofía

El director del Museo Reina Sofía, Manuel Borja-Villel. | Eduardo Parra (Europa Press)

Aunque no he tenido aun el privilegio de poder disfrutar de la transformación radical a la que, al parecer, se ha sometido al Museo Nacional de Arte Reina Sofía, sí he podido comprobar la entusiasta acogida que ha merecido esta entre la grey periodística. En algunos artículos se llega a apuntar, con una falta de pudor digna de mejor causa, que el director de la institución, Borja-Villel, tiene ya por fin su museo. ¿Es que nos hemos instalado en una mentalidad de república bananera definitivamente populista en donde lo público se confunde con lo personal sin orden de continuidad?

Uno no sabe si resulta más sorprendente la aproximación perfectamente acrítica con la que la mayor parte de los periodistas han abordado los resultados de la transformación o la naturalidad con la que da por sentado que un particular, por más que ejerza como director de un museo, puede permitirse el lujo de moldearlo según sus creencias y deseos. En una galería de arte, pongamos por caso, no existiría el menor inconveniente en que su propietario asumiera la líneas más adecuadas según sus ideas e intereses, pero estamos hablando de un museo de titularidad pública que tiene una función eminentemente pedagógica e ilustrativa y que no puede permitirse, por tanto, convertirse en el portavoz de ninguna ideología.

Nos cuentan los apologetas periodísticos que entre los nuevos espacios que se han arbitrado en el buque insignia del arte contemporáneo hay uno íntegramente consagrado a aquella revolución de pandereta que fue el 15-M. En concordancia con el espíritu estrictamente psicopedagógico que animó aquellas animadas reuniones en las plazas encontramos una serie de cartulinas de colores en las que se reflejan las consignas más chiripitifláuticas. Recuérdalas tú y recuérdaselas a otros, porque algunas de ellas remiten directamente al viejo concepto franquista de democracia orgánica: «Si no nos dejáis soñar, no os dejaremos dormir», «Lo llaman democracia y no lo es», «Nuestros sueños no caben en vuestras urnas», etc. Que el 15-M, fiesta de puesta de largo del populismo en nuestra vida política, haya obtenido la bendición papal de los pontífices del arte contemporáneo no es sino otra prueba más de la imparable infiltración y patrimonialización de las instituciones por parte de una izquierda cuya falta de escrúpulos para ello es inversamente proporcional a la cerril incapacidad de la derecha para comprender la importancia de estos temas.

Decía Walter Benjamin en la frase que cierra su celebérrimo ensayo sobre la reproductibilidad técnica de la obra de arte que «a la estetización de la política que propugna el fascismo, el comunismo le responde con la politización del arte». Nada nuevo, por lo demás, en un época en la que ya Lenin había inventado la figura del compañero de viaje, también conocido como tonto útil. Theodor W. Adorno fue muy crítico con las primeras redacciones de este ensayo, hasta el punto de obligar a Benjamin a redactar sucesivas versiones que fueron mejorando sustancialmente el texto original. La principal objeción de Adorno era que el ensayo pecaba de unilateralidad, es decir, que no contemplaba el fenómeno de la reproductibilidad del arte desde un punto de vista suficientemente dialéctico. Como sostendría más tarde en su Teoría Estética, lo ideológico rebaja sustancialmente la cualidad de la obra de arte, la cual alberga ya en sí misma un elemento intrínseco de negatividad que implica un cuestionamiento de lo real.

Pues bien, el nuevo Reina Sofía se decanta claramente por la posición burda de Benjamin frente a la estrictamente estética de Adorno, entronizando todas esas tendencias estratégicas aparentemente fragmentarias que convocan el ideario uniforme de la izquierda posmoderna. O lo que es lo mismo: reduce la verdadera cualidad contestataria del arte a una mera función de propaganda en su sentido más rudimentario y literal. No es sorprendente, por tanto, que entre sus correspondientes capillas convenientemente consagradas para el rezo y la revelación, consten fenómenos tan variopintos como el feminismo identitario de los últimos tiempos, la épica de movimiento zapatista, con su preceptivo apartado sobre los horrores del colonialismo, las virtudes de la ecología, las desigualdades, las migraciones y hasta, en un triple salto mortal con caída libre al vacío, el Prestige, la Movida, la Expo 92. Es decir, todo el sursum corda del progresismo más piadoso.

Afirma Borja-Villel en una entrevista que «la colección es un instrumento para entender el mundo en que vivimos». No se equivoque nadie: más que un instrumento nos hallamos ante una tosca instrumentalización al modo, más o menos, de la que pretende perpetrar, por ejemplo, la llamada ley de memoria democrática. El objetivo de ambas iniciativas es idéntico: instaurar una visión puramente unilateral, dogmática y sectaria de la realidad en virtud de la cual pueda llegar a adquirir más valor una cartulina pintarrajeada con la frase de un indigente mental que una pintura, evidentemente reaccionaria, de Antonio López.  Si en todo ello encuentran algún inquietante aire de familia con el implacable proceso de banalización al que se está produciendo a nuestro sistema educativo sepan que de ninguna forma es fruto de la casualidad.

Decía Nietzsche que todo artista es, lo sepa o no es, esclavo de una metafísica. Sustituyamos este último término por ideología y nos quedará una imagen muy aproximada de la operación de okupación ideológica y política que se ha perpetrado en el Reina Sofía. Lo peor, no obstante, no es tanto que tal cosa se haya producido con cargo a los impuestos que aportan los contribuyentes (y no solo de los que comulgan con el sesgo ideológico de Borja-Villel y sus adláteres), sino que, al entender la institución museística en términos puramente doctrinarios, se rebaja al arte y a los propios artistas (algunos de ellos de muy buen grado) a la condición de simples esclavos al servicio de un dogma de fe. Y, sin embargo, puede que también esta operación tenga alguna virtualidad positiva: nos permite ver por anticipado el tipo de sociedad cerrada y asfixiantemente dogmática con la que sueñan los populistas.

Publicidad
MyTO

Crea tu cuenta en The Objective

Mostrar contraseña
Mostrar contraseña

Recupera tu contraseña

Ingresa el correo electrónico con el que te registraste en The Objective

L M M J V S D