2022: síntomas de debilidad
«En un páramo como este, crece la ira; crece la ira y un fanatismo alimentado por el miedo»
Entramos en 2022 con el frente ruso encendido –tropas amenazando en la frontera con Ucrania, revueltas populares en Kazajastán– y con los Estados Unidos inmersos en sus conflictos de identidad. Quizás nunca haya existido una sola América –aunque muchos así lo creímos durante un tiempo– y quizás sólo se unifica, como sucede con tantas otras naciones, cuando un enemigo exterior –real o ficticio– desafía el orgullo patrio. Las guerras –y el miedo– unen más que las leyes y las instituciones, como sabemos desde bien antiguo. La decepción hacia Joe Biden crece en la misma medida que la guerra cultural, promovida por una incesanteespiral de acción-reacción, sin que asome ningún puerto de llegada, ningún punto de conexión que permita recuperar los mitos comunes o construir otros nuevos. La paz civil depende de ello, a no ser que nos creamos que el fin último de la guerra cultural –arrumbar lo antiguo, deshacer nuestro patrimonio– es alcanzable y que, por tanto, asistimos sencillamente a un doloroso proceso de sustitución, como ha sucedido tantas veces a lo largo de la historia. Quizás sea así –¿por qué no?–, aunque será mucho más lo que se va a perder en este camino. La decepción con Biden crece porque la hidra de la desconfianza se ha asentado en las sociedades modernas y la incapacidad de la política por poner remedio a los problemas globales se ha intensificado. No podía ocurrir de otro modo, ya que la naturaleza de los problemas que vivimos pertenecen a dinámicas que difícilmente caen ya dentro del control de los hombres, como corresponde al papel mítico de los titanes: la disrupción tecnológica y la llegada del panhumanismo, la globalización y el surgimiento de metaversos. Por supuesto, en un páramo como este, crece la ira; crece la ira y un fanatismo alimentado por el miedo.
Estados Unidos ha ido encadenando gobiernos poco funcionales a lo largo de este siglo –vista su herencia, difícilmente puede defenderse que la de Obama fue una presidencia exitosa–, pero ¿qué podríamos decir de Europa? El dominio alemán sobre la UE no favorece tampoco una lectura favorable en exceso. No sólo su política exterior hizo prender la mecha de la guerra de Croacia hace ya años, sino que su respuesta al crash de 2008 dio paso a una década desgraciada –en lo político, en lo económico y también en lo social– para el continente, que terminó con la salida del Reino Unido de la UE –¿quién sabe si el primer paso en la renacionalización de algunas soberanías europeas? ¿Quién sabe si el primer movimiento de otras muchas fracturas?–. Los nacionalistas en Cataluña y en Escocia esperan agazapados cualquier oportunidad, que forzosamente pasará por algún nuevo shock emocional, o algo que se venderá como tal. Si en Estados Unidos la política se muestra incapaz de crear consensos y de mirar hacia el futuro con confianza, la Unión se mueve aún con mayor torpeza, con una enorme arrogancia –interior y exterior– y con unos resultados muy poco prometedores.
Rusia lo sabe, al igual que China, cada uno en su esfera de interés. Y ambos actúan de acuerdo con esta lectura. Hace ya años, en una entrevista, Lee Kuan Yew, padre y artífice de la asombrosa prosperidad de Singapur, reflexionaba sobre los problemas morales que aquejan a Occidente y que él veía como el origen de un paulatino debilitamiento de nuestra civilización. El analista Dan Wang, en su reciente carta anual, señalaba que en China se percibe la respuesta occidental a la pandemia como desastrosa. Por desastroso hay que entender aquí caos o, si se prefiere, gobierno disfuncional. Síntomas de debilidad y decadencia que se amontonan ante potencias que piensan estratégicamente a largo plazo y que acumulan en su interior el fuel del resentimiento.